Convencionalismos y títulos

Los españoles somos muy de convenciones sociales, especialmente las que nos han impuesto los cuatro gatos de siempre. Nos han dirigido tanto sin dejarnos pensar, nos han impuesto tanto sin dejarnos elegir, nos han obligado a tanto sin darnos opciones, que acatamos y nos creemos y damos por bueno cualquier diseño de la vida que el primer listo de turno que ha logrado subir a lo alto de la escalera nos meta entre pecho y espalda. Nos conformamos en la mediocridad para la que nos entrenan los que mandan.

Una de estas verdades de la convivencia es la de la cualificación académica de los que nos representan. No me refiero a la de sus aptitudes intelectuales, que siempre tienen en entredicho. Tampoco a sus ganas por mandar, que se les nota a poco que se aposenten en una buena poltrona de sueldo amplio, trabajo escaso y mucho figuroneo. Todo esto, lo superficial y lo competencial, lo van poniendo de manifiesto desde que trincan cacho. Algunos incluso en el camino a conseguirlo. No. Me refiero a los títulos, esos que se han convertido en un pasaporte a la fama política de quien los tiene, o de quién se los inventa. Esos adornos que tiñen de calidad los currículos, y parece que capacitan para dirigirnos más que cualquier otra cosa que los que lo hacen atesoren. Para ser alguien, aunque sea de paja de otro que no puede (de esto saben en el PSOE de Cantabria un montón), hay que tener licenciaturas varias, un par de másteres y un doctorado. O eso nos hacen creer, y nosotros lo compramos como tontos. Nos han contado que para entrar en una lista, o asentarse en un gobierno, hay que ir con el expediente académico por delante, y tenerlo lustroso y muy muy amplio. A los ciudadanos nos tienen que alimentar de mediocridad los intelectuales de papel (o sea, los que tienen un diploma impreso), y no cualquiera otros.

Pasa que esta convención es a la vez una  trampa, y la ruina de muchos. Y no siempre una verdad absoluta. Conozco gente con títulos, que también tiene inteligencia y que jamás se dejaría pasar por el tamiz gordo para llegar a la vida pública. Ese camino suelen hacerlo los que tampoco valen tanto. Los partidos, en realidad los cuatros perlas en los partidos que escogen candidatos y cargos, como saben que se nos cae la baba con los currículos inflados de títulos, suelen seleccionar para los puestos de delante a los que los tienen muy floridos. Por ejemplo, un doctor digamos en economía para candidato de, qué se yo, alcalde de, pongamos, Santander. Quizá el tipo no valga mucho, incluso nada, pero tiene un doctorado, que parece algo que otorga de por sí unas cualidades por encima de la media, y del que la gente, confundida, acaba diciendo que parece listo. Con la convención cumplida, el titulado luce y los de detrás mangonean.

La convención también huele a humo cuando el que llega a lo alto a saber por qué camino sin control, no tiene títulos y el populacho los requiere para otorgar la pátina de capacidad. Entonces se cae en la vulgaridad, y en el delito, de inventarlos. Y así aparecen licenciados en Biotecnología, diplomados en Turismo o másteres en Administración Publica, por ejemplo, que son tan reales como los billetes de 15 euros. Otro churro que acaba sabiéndose, porque por mucho que nos hayan convencido de que hacen falta títulos para gobernar, el poco quehacer es muy común y hurgar en los cajones ajenos siempre ha sido en este país una faena muy interesante. Cuando se descubre el pastel, viene el escándalo, la dimisión (o no), la venganza destapando mentirosos del otro bando, y la sustitución por otro y otra con otros títulos. Y así se alimenta la bicha, y las luces de la fiesta siguen girando.

Total, que aquí si no tienes un título parece que no eres nada y para gobernar no sirves, y si lo tienes, aunque sea el de patrón de yate, eres la leche. Así les pinta el pelo a los que lo tienen pero valen tan poco como el papel en el que está impreso, y a los que no los tienen pero se lo inventan como el que va contando que no ve Sálvame en Tele5. Y también a esta pobre España nuestra, ridículo circo de vanidades donde empata más un necio pero con diploma que cualquiera con dos dedos de frente aunque no haya pasado por la Universidad.

Que no, que me dejes…

Desde luego, hay gente en Cantabria que nunca quiere nada bueno. Ahora, a un grupo de peperos (lo digo con cariño, de verdad) no se les ha ocurrido otra que que De la Serna, el ministrín (también con mucho cariño), deje de serlo para encabezar la lista del PP al Parlamento, y tal vez, sólo tal vez, ser vicepresidente del Gobierno con Revilla (otra vez…) de Presidente. Bueno, este enjuague de puestos es mío, que de esto los proponentes no dicen nada. Y se han quedado tan frescos. A fuer de ser sinceros, la idea ha sido del presidente Diego, que lo suyo llevará por dentro para lanzarla. Le han seguido un grupo de afiliados que opinan que el exalcalde sería la mejor cara para el cartel. Hombre, con los datos de cuánto puso y cuánto quitó don Iñigo en votos en las ultimas elecciones regionales, tampoco parece una propuesta ganadora, pero desde luego, echando la vista atrás, a su pasado recolector de simpatías electorales (en Santander a la gente se le caía la baba con él, ese chico bien con estudios, y con ese pelo. En Madrid, después de su nombramiento como ministro, el furor se pasó en un par de semanas, en cuanto Albert Rivera empezó a salir más en la tele y se puso trajes de su talla), comparando con otros que bien podrían ocupar las vallas, De la Serna es un partidazo.

Pero él no quiere. Cómo iba a querer, él, que lleva toda la vida estudiando para ser ministro. Cantabria se le quedó pequeña hace tiempo, como en cualquier momento se le quedará pequeña España y aspirará a algo en el orden mundial. No. De la Serna ha dicho que él está al servicio del presidente del Gobierno, y que sentándose en el Consejo de Ministros es como mejor puede ayudar en ese gran proyecto para el país y para todos nosotros que pilota Mariano Rajoy (tampoco lo ha dicho exactamente así, pero es por donde han ido los tiros). Y a Diego le exige lealtad al partido, como si su decir en voz alta lo que piensa que es mejor para el PP de Cantabria hubiera sido una traición. Los que siempre van de ganadores son muy de usar estos recursos grandilocuentes a la lealtad, la fidelidad y la adhesión (si es ciega, mejor que mejor, que luego todo se sabe), lo cual es en sí mismo, en este caso, un contrasentido. No hay más leal a su partido, más fiel con su vocación de servicio y más firme en su compromiso con sus compañeros que quien se pone a su disposición para lo que haga falta. Se vive mejor de ministro, desde luego (se viaja mucho, te invitan a Palacio, vas con el Rey a los sitios, puedes echar la culpa a los conductores si se quedan atrapados por la nieve…), pero que a alguien le propongan jugársela a ser presidente de su tierra debiera ser motivo de orgullo (a la vista está que soy un romántico…). Y aquí tampoco vale tampoco el argumento de que se propone a De la Serna para hacer un feo y de menos a la actual lideresa del PP de Cantabria. O sí, pero entre ellos allí en los pasillos de la sede de Joaquín Costa. Los humildes votantes esas fobias sólo las conocen si se airean, que es justamente lo que el ministro ha hecho con su excusa a la proposición

Y nada, que así ha quedado la cosa. Diego como un desleal, los “Populares con Iñigo” como una pandilla de desocupados sin otro quehacer que joder la marrana, De la Serna como el esforzado gran ministro que es dedicado a salvar a España (y a las autopistas) de la zozobra y la perdición, y Cantabria abocada a esa mediocridad provinciana en la que un ministro del Reino considera degradante (en la acepción de rebajarse de nivel) promoverse a presidente regional. Yo no había pensado en votarle (estoy empadronado en Madrid, donde desde que lo dejó Esperanza Aguirre también es difícil escoger), pero anda que no daría caché (y morbo) a los debates en las teles locales (¿quedan?) un enfrentamiento entre Revilla, con sus chismes de tertulia de taberna, Zuloaga, con sus explicaciones para las purgas, y De la Serna, con sus infografías (y su pelazo). Aunque mira tú que si al final Rajoy mete mano y le empaqueta para Cantabria como ya hizo con Alonso en el País Vasco. Las risas iban a ser épicas…

(PD. A ver si mientras es ministro, De la Serna se ocupa de que mejoren las cercanías en Madrid, que son un desastre. Lo del tren de alta velocidad a Cantabria también, pero es otro cantar…)

Ay Santander, mi Santander…

Voy a dar gusto a mi amigo don Alfonso volviendo a escribir en esta nuestra revista digital. Y lo haré hablando de dos cosas que me tienen muerto, que sé que a él también le perturban: las barandillas en La Machina y el Metro-TUS.

Los santanderinos de toda edad estamos hartos de pasear por el borde la bahía. Cuando no había centros comerciales a los que ir a pasar la tarde, Netflix para ver series tirados en el sofá, ni consolas de 400€ para jugar a matar zombis (qué ironía está de matar lo que ya está muerto), nuestros padres nos sacaban los domingos a ver escaparates por el centro. Si hacía bueno, acabábamos dando una vuelta desde Correos a Puerto Chico lo más cerca del mar posible. Nunca hicieron falta barandillas. No recuerdo de nadie que se haya caído nunca. Ni siquiera se caen los turistas que se arriman hasta el borde. La prudencia cuando se hace eso se presume, no se impone.

Alguna lumbrera municipal ha pensado que ahora la bahía es un peligro que hay que acordonar con una barandilla. Hace años, cuando el asunto aquel de los parques eólicos que iba a llenar Cantabria de molinos de viento, el entonces alcalde puso el grito en el cielo porque los que se pusieran enfrente de la bahía iban a estropear su deliciosa visión. A los que le han heredado el cortijo les da igual la visión. Han plantado las barandas con desparpajo y arrojo. Tiene razón don Alfonso. Son una horterada y un despropósito que no aportan nada, que estorban, que molestan. A veces quien gobierna piensa demasiado en los demás. Hacer las cosas bien es fácil. Basta con dejarlas como están si no causan problemas. Las barandillas están de más. (Hablando del ex alcalde, por cierto, he leído, que es uno de los ministros a los que no conoce casi nadie. Cosas de salir del pueblo a hacer fortuna…)

La otra sinsorgada del año es lo del Metro-Tus. Otra sandez que, en contra de lo que piensa quien lo impulsa, ni hace de Santander una ciudad más avanzada, ni mejora la calidad de vida de los santanderinos. Por colocarse a la vanguardia de la nada, se han cargado el estatus quo de la movilidad, han empeorado el servicio de transporte en la periferia, han enfadado a los vecinos a los que han quitado aparcamientos, hacen más difícil acercarse al centro (y cruzarlo) y van a provocar atascos como si se estuviera acabando el mundo (menos para los taxistas). La estética de unos autobuses articulados y de unas marquesinas de aeropuerto se ha llevado por delante la cordura y un buen pellizco del presupuesto que otro buen uso hubiera tenido. Aparentar ser moderno es sólo eso, aparentar. El Metro-Tus es puro histrionismo y tontería

La balaustrada en la bahía y el Metro-TUS tienen mucho de intento de superación: el de ese complejo tan provinciano de ser de provincias y no querer parecerlo. Ambas son una burda apelación al pretender, un inútil intento de colocarse a nivel. Quienes paren estas cosas no se dan cuenta de que Santander tiene su esencia en ser como es, y en estar como estar. Hay que mejorarla, claro que sí, pero con ideas que se sostengan, y no con tendencias más cerca del absurdo que de la necesidad.

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