CARTAS DESDE ESTA GUERRA (II)

Ay, amigo mío, que vienen otros tiempos. O eso dicen en la radio. Los que nos gobiernan en este desgobierno han ideado un plan para irnos sacando de casa poco a poco, y que no nos volvamos locos ni se hunda más la economía del país. Lo han dividido en fases, del 0 al 3, y lo van a ir desarrollando a medida que pasen los días si las cosas no vuelven a peor. Siendo como somos de tozudos y duros mollera, no estoy seguro de que vayamos a entender el plan y a cumplirlo bien. Llevamos seis semanas encerrados en casa escuchando lagrimeos y desgracias, sin más perspectivas optimistas que la de que los datos de los muertos por la enfermedad del día siguiente sean mejores que los del anterior, y no se sigan colapsando los hospitales. Y ahora que van ir dejándonos sueltos, no estoy seguro de que no vayamos a salir como toros bravos sin miramiento alguno. Y eso no es nada bueno.

He comprado mascarillas a una farmacia de fuera, pagándolas al precio marcado por las autoridades más casi 5 euros de gastos de envío. Me las han traído casi una semana después. Es verdad que al día siguiente de su adquisición me enviaron un paquete, pero por algún error que no alcanzo a entender, dentro había unas vitaminas para un señor de Zaragoza que se llama Víctor, y no mis mascarillas. Ya sabes que yo reivindico mi nombre como es, Víctor Javier, así que doy por hecho que ahí no puede estar la confusión… Hablé con el farmacéutico, que se excusó diciendo que “estas cosas suelen pasar”, y me quedé espantado. En estos malos tiempos donde los comercios y los comerciantes deben reinventarse y buscar nuevos caminos para colocar sus productos, asumir el error como parte de lo normal es para echarse a temblar. Más, si cabe, cuando lo que se pone a la venta son productos sanitarios que vamos a tener que usar durante mucho tiempo.

Me he dado cuenta de que en mi calle ya no sale tanta gente ni tanto tiempo a las ocho a aplaudir. Se han cancelado hasta las canciones de La Pantoja a todo volumen para amenizar el rato. Una de dos: o la gente se ha cansado de ser solidaria, que no sería raro, porque en este país nuestro la solidaridad tiende al agotamiento en cuando las cosas van en general bien, y en particular también, o es que la expectativa de poder salir a la calle en breve tiene a los palmeros ocupados en hacer planes, que tampoco lo sería, porque también tenemos tendencia a ocuparnos de lo superfluo para soslayar lo importante, que es a lo que los gobernantes nos acostumbran. El caso es que todo ese desgarro emocional de las palmas se está diluyendo en los paseos con los niños, el sol, y la perspectiva. Y veremos si no se acaba transformando en la nadería de la distancia social que la enfermedad nos ha impuesto. Al fin y al cabo, la memoria es frágil, y si hay terrazas y cerveza, aquí nunca ha pasado nada.

En fin, mi buen amigo. Seguimos vivos, y los nuestros están bien, así que lo vamos superando. Dentro de unos días te escribo de nuevo, y te cuento lo que se hace por las calles, que verás cómo tiene poco de disciplina y mucho de mala cabeza. Cuídate mucho.

 

BUENISMO, POR LOS COJONES

Hace semanas que no salgo a la ventana a los aplausos de las 8. Lo confieso, me aburrí enseguida. Y asumo las consecuencias, el señalamiento social que me tachará de insolidario, amargado y mala persona. Tampoco me importa mucho. Aquí somos muy de grandes demostraciones de pasión. Lo mismo nos ajamos las manos palmeando por los sanitarios que ponemos verde a un vecino que saca de paseo a su hijo enfermo, o colgamos carteles pidiendo a los médicos del edificio que no regresen a casa después de pasar el día salvando gente, no sea que nos peguen algo. Y todo mientras retocamos el borrador del IRPF buscando de dónde rascar para pagar menos, aunque sea haciendo trampas. Cada ventana de cada casa, y cada mirilla de cada puerta, han sido siempre púlpito de jueces y juezas de pacotilla que por la mañana se envilecen imponiendo morales de salón, y por la tarde lloran en grupo y con desconsuelo las desgracias del mundo en el que vivimos. Y ahora, más.

Somos unos hipócritas que además pretendemos no serlo. Desde que nos confinaron, el drama de la enfermedad y sus consecuencias, y el esfuerzo de los sanitarios, han sido el hilo conductor del pensamiento solidario. Las 8 de la tarde se ha convertido en el punto de encuentro de infinitas demostraciones de apoyo y de agradecimiento. Los jóvenes se han ofrecido para hacer la compra a los mayores, los policías felicitan a los niños que cumplen años, y para hacer más llevaderas las horas, la gente sale al balcón a tocar la guitarra para todo el barrio. La fraternidad ha estado a flor de piel, desde luego, porque está en la condición humana. Pero también la miseria lo está, y a medida que pasan los días va ganando terreno. La bajeza moral que convierte en magistrado social a cualquier indigente intelectual explota con la debilidad del todo, que siempre es la de sus partes. Y aunque sean pocos, sus perversidades descompensan el bien del resto, retratando un cuajo comunitario muy difícil de adecentar por residual que parezca.

Vecinos contra vecinos, más allá de las charlas amistosas y el buenismo tras los aplausos, que dura eso, un aplauso. Reproches a los que, a juicio de quien se aburre vigilando en la ventana, pasean a su perro demasiado lejos y demasiado tiempo. Insultos a los que llevan poca compra del supermercado, o no se les nota que vuelvan de la farmacia. Improperios a los que salen con niños autistas, groserías a los que van o vuelven del trabajo, y ahora, carteles a sanitarios y trabajadores de la limpieza o de las tiendas de alimentación en los portales de sus casas exigiendo que se vayan de sus viviendas. Lo peor del ser humano en el peor momento, el claro ejemplo de que ni somos tan compasivos ni tenemos tres dedos de frente. Sin que además valga la excusa del miedo, porque jamás eso puede ser disculpa para la mezquindad y la indecencia, y se nos presupone juicio y capacidad de razonar.

Generalizar tiene el mismo peligro que pasar por alto lo anecdótico. Y lo mismo de injusto. Si la mayoría hace las cosas bien, que cuatro imbéciles las hagan mal no debe servir para referirse a todos, desde luego, pero tampoco para dejarlo correr. Está muy bien salir a la terraza a cantar para dar ánimos y las gracias, lo hace la inmensa mayoría de la gente. Sin embargo, una minoría de esa mayoría también sale a sentenciar con la inquina del juicio del absurdo, la maledicencia y el rencor, y eso, como pasa siempre con todo lo pernicioso, se queda flotando arriba en el caldo de la convivencia, provoca reacciones igual de adversas, y genera más enfrentamiento que unidad lo hacen unos aplausos. La falta de empatía y la tibieza humana se agarran con facilidad al comportamiento de las masas, y acaban resultando de más sencillo recuerdo.

Estoy leyendo mucho sobre el nuevo mundo económico que vendrá cuando pase todo esto. También análisis muy interesantes sobre los cambios políticos que deben producirse. Pero poco se está escribiendo sobre cómo lo peor de nosotros también se hará un hueco en los tiempos después del coronavirus, y quizá marque tendencias. El buenismo tiende a evaporarse cuando la realidad es conveniente, y entonces solo quedan los cabrones y sus cabronadas.

CARTAS DESDE ESTA GUERRA (I)

Amigo mio.

Hoy vuelve a llover, pero da lo mismo. Llevamos 25 días encerrados en nuestras casas sin más motivación para aguantar que aguantar. Cada día se parece tanto al anterior, y al siguiente, que da miedo. La enfermedad se cierne por las calles, que no entiendo yo cómo puede ser eso si están vacías, y nosotros estamos inmisericordemente cautivos de ella

Cuando todo empezó, después de las risas de los primeros contagios en el extranjero, parecía que no íbamos a tener de qué aburrirnos. El tiempo que siempre nos ha faltado, ahora nos sobra para hacer cosas. Pero también tener tiempo causa hastío, mucho hastío. Y si en otros momentos saltar por encima del tedio es fácil, no poder salir a la calle ahora lo hace casi del todo que imposible. El sopor del pasar de las horas entre cuatro paredes es, sin duda, lo peor de esta condena.

Escucho cada mañana el parte de los expertos, y he dejado de escuchar a los políticos que nos gobiernan. Aquellos me generan ansiedad, es verdad, porque dan los datos tan crudos que no se digieren fácilmente. Estos otros me provocan una profunda  aversión, porque no están a la altura de un desastre nacional como el que nos asola. En realidad, hace mucho que nuestra clase dirigente perdió el norte y no hacen otra cosa que insultarnos y el ridículo. La decencia se les ha quedado en casa, y no parece que vaya a salir de ahí ni siquiera al tiempo en que lo hagamos nosotros.

Me abruma la solidaridad que estoy viendo estos días. La gente que puede se ofrece a ayudar a la que no puede. Nunca hubo tantos voluntarios para tanto. También la gente sale a balcones y ventanas a agradecer con aplausos a los que están luchando en los hospitales contra la enfermedada. Eso por la noche, porque por la mañana salen igualmente a acusar a los que van o vienen a la compra, o a los que pasean a sus perros. La camaradería y el compañerismo son de ida y vuelta, y han regresado los chivatos.

Te estimo, y espero verte pronto de nuevo. Quizá recuperemos nuestros espacios, y nuestro momentos, aunque este tiempo debemos darlo por perdido. Si algo llevo aprendido desde que estoy confinado es que el ayer, amortizado para siempre, no será el modelo del mañana.

Suerte, ánimo, y hasta la siguiente.

 

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