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El metro

El metro es un lugar fascinante. Pero el metro de verdad, el que va por debajo de tierra atestado de gente a primera hora y a última, con el calor a tope en invierno, y en verano, y que nunca coges a tiempo por mucho que te empeñes. El de Madrid, con sus frecuencias imposibles, sus escaleras de acceso averiadas y sus líneas cerradas de junio a octubre por obras de mejora. El de los 54€ de abono mensual para zona A, y los 5 para ir (y otros para volver) al aeropuerto. Ese, y no la pijada que se le ha ocurrido al alcalde de Santander para dilapidar millones sin más justificación que el ego y esa insufrible necesidad de hacer de la ciudad un paraíso de modernidad que ni es ni necesita ser. Con este consistorio, la competición por la excelencia, en cualquier aspecto, está perdida. 

En los vagones, y en los andenes, a cualquier hora del día hay de todo. La sociedad real, la que curra desde las 7 de la mañana y vuelve a casa a las 11 -a razón de 800€ mensuales-, la que arrastra la vida de costado, la que va siempre justa y no puede entretenerse con florituras, esa viaja en metro, y se hace muchas paradas. En el metro la gente no habla de pactos de gobierno, ni de los invitados de ese remedo de la España televisiva oficial de los 70 que es Bertín Osborne, ni siquiera de los trajes de los Reyes Magos de Carmena. En el metro se habla de cansancio, de contratos que acaban, de contratos de empiezan, de familia que está lejos, de amigos que se van, de pisos compartidos y de habitaciones por alquilar para llegar a fin de mes. No quedan tiempo ni ganas para los adornos, ni para toda esa tontería que supura el Madrid capital del Reino en el que conviven los vividores que nos representan con los figurones que les hacen los coros, y a los que solo se ve en los vagones cuando salen en las teles encastradas en el techo.

Cuenta la leyenda que el metro de Madrid era el mejor del mundo. Que tenía muchas frecuencias, estaba limpio, era barato y se viajaba cómodo. Ahora cuenta la realidad que la cosa ha ido a peor, con menos trenes, menos espacio, más descuido y más caro en la relación calidad-precio, esa inhumana ratio que pone a los servicios públicos y a quienes los gestionan en el sitio que les corresponde, y que sufrimos los que pagamos unos y a otros. Aun así, aquí se usa. Mucho. Y se vive. Y se padece. El metro es parte inseparable e irreductible de quienes viven Madrid a diario. De los turistas que van hasta la parada de Sol y lo disfrutan como parte de su viaje también, claro, pero sobre todo de los que tienen incluido el tiempo que lo usan en su timing diario. Solo por eso merece más atención, y más cuidados. Para que además de una aventura sea un transporte, y un transporte reflejo de su precio, de su uso y de la ciudad que recorre bajo sus calles. El que el alcalde de Santander quiere que adorne la ciudad que sea el que el presupuesto aguante y los santanderinos dejen. El de Madrid, el que hace falta. 

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