BUENISMO, POR LOS COJONES

Hace semanas que no salgo a la ventana a los aplausos de las 8. Lo confieso, me aburrí enseguida. Y asumo las consecuencias, el señalamiento social que me tachará de insolidario, amargado y mala persona. Tampoco me importa mucho. Aquí somos muy de grandes demostraciones de pasión. Lo mismo nos ajamos las manos palmeando por los sanitarios que ponemos verde a un vecino que saca de paseo a su hijo enfermo, o colgamos carteles pidiendo a los médicos del edificio que no regresen a casa después de pasar el día salvando gente, no sea que nos peguen algo. Y todo mientras retocamos el borrador del IRPF buscando de dónde rascar para pagar menos, aunque sea haciendo trampas. Cada ventana de cada casa, y cada mirilla de cada puerta, han sido siempre púlpito de jueces y juezas de pacotilla que por la mañana se envilecen imponiendo morales de salón, y por la tarde lloran en grupo y con desconsuelo las desgracias del mundo en el que vivimos. Y ahora, más.

Somos unos hipócritas que además pretendemos no serlo. Desde que nos confinaron, el drama de la enfermedad y sus consecuencias, y el esfuerzo de los sanitarios, han sido el hilo conductor del pensamiento solidario. Las 8 de la tarde se ha convertido en el punto de encuentro de infinitas demostraciones de apoyo y de agradecimiento. Los jóvenes se han ofrecido para hacer la compra a los mayores, los policías felicitan a los niños que cumplen años, y para hacer más llevaderas las horas, la gente sale al balcón a tocar la guitarra para todo el barrio. La fraternidad ha estado a flor de piel, desde luego, porque está en la condición humana. Pero también la miseria lo está, y a medida que pasan los días va ganando terreno. La bajeza moral que convierte en magistrado social a cualquier indigente intelectual explota con la debilidad del todo, que siempre es la de sus partes. Y aunque sean pocos, sus perversidades descompensan el bien del resto, retratando un cuajo comunitario muy difícil de adecentar por residual que parezca.

Vecinos contra vecinos, más allá de las charlas amistosas y el buenismo tras los aplausos, que dura eso, un aplauso. Reproches a los que, a juicio de quien se aburre vigilando en la ventana, pasean a su perro demasiado lejos y demasiado tiempo. Insultos a los que llevan poca compra del supermercado, o no se les nota que vuelvan de la farmacia. Improperios a los que salen con niños autistas, groserías a los que van o vuelven del trabajo, y ahora, carteles a sanitarios y trabajadores de la limpieza o de las tiendas de alimentación en los portales de sus casas exigiendo que se vayan de sus viviendas. Lo peor del ser humano en el peor momento, el claro ejemplo de que ni somos tan compasivos ni tenemos tres dedos de frente. Sin que además valga la excusa del miedo, porque jamás eso puede ser disculpa para la mezquindad y la indecencia, y se nos presupone juicio y capacidad de razonar.

Generalizar tiene el mismo peligro que pasar por alto lo anecdótico. Y lo mismo de injusto. Si la mayoría hace las cosas bien, que cuatro imbéciles las hagan mal no debe servir para referirse a todos, desde luego, pero tampoco para dejarlo correr. Está muy bien salir a la terraza a cantar para dar ánimos y las gracias, lo hace la inmensa mayoría de la gente. Sin embargo, una minoría de esa mayoría también sale a sentenciar con la inquina del juicio del absurdo, la maledicencia y el rencor, y eso, como pasa siempre con todo lo pernicioso, se queda flotando arriba en el caldo de la convivencia, provoca reacciones igual de adversas, y genera más enfrentamiento que unidad lo hacen unos aplausos. La falta de empatía y la tibieza humana se agarran con facilidad al comportamiento de las masas, y acaban resultando de más sencillo recuerdo.

Estoy leyendo mucho sobre el nuevo mundo económico que vendrá cuando pase todo esto. También análisis muy interesantes sobre los cambios políticos que deben producirse. Pero poco se está escribiendo sobre cómo lo peor de nosotros también se hará un hueco en los tiempos después del coronavirus, y quizá marque tendencias. El buenismo tiende a evaporarse cuando la realidad es conveniente, y entonces solo quedan los cabrones y sus cabronadas.

CARTAS DESDE ESTA GUERRA (I)

Amigo mio.

Hoy vuelve a llover, pero da lo mismo. Llevamos 25 días encerrados en nuestras casas sin más motivación para aguantar que aguantar. Cada día se parece tanto al anterior, y al siguiente, que da miedo. La enfermedad se cierne por las calles, que no entiendo yo cómo puede ser eso si están vacías, y nosotros estamos inmisericordemente cautivos de ella

Cuando todo empezó, después de las risas de los primeros contagios en el extranjero, parecía que no íbamos a tener de qué aburrirnos. El tiempo que siempre nos ha faltado, ahora nos sobra para hacer cosas. Pero también tener tiempo causa hastío, mucho hastío. Y si en otros momentos saltar por encima del tedio es fácil, no poder salir a la calle ahora lo hace casi del todo que imposible. El sopor del pasar de las horas entre cuatro paredes es, sin duda, lo peor de esta condena.

Escucho cada mañana el parte de los expertos, y he dejado de escuchar a los políticos que nos gobiernan. Aquellos me generan ansiedad, es verdad, porque dan los datos tan crudos que no se digieren fácilmente. Estos otros me provocan una profunda  aversión, porque no están a la altura de un desastre nacional como el que nos asola. En realidad, hace mucho que nuestra clase dirigente perdió el norte y no hacen otra cosa que insultarnos y el ridículo. La decencia se les ha quedado en casa, y no parece que vaya a salir de ahí ni siquiera al tiempo en que lo hagamos nosotros.

Me abruma la solidaridad que estoy viendo estos días. La gente que puede se ofrece a ayudar a la que no puede. Nunca hubo tantos voluntarios para tanto. También la gente sale a balcones y ventanas a agradecer con aplausos a los que están luchando en los hospitales contra la enfermedada. Eso por la noche, porque por la mañana salen igualmente a acusar a los que van o vienen a la compra, o a los que pasean a sus perros. La camaradería y el compañerismo son de ida y vuelta, y han regresado los chivatos.

Te estimo, y espero verte pronto de nuevo. Quizá recuperemos nuestros espacios, y nuestro momentos, aunque este tiempo debemos darlo por perdido. Si algo llevo aprendido desde que estoy confinado es que el ayer, amortizado para siempre, no será el modelo del mañana.

Suerte, ánimo, y hasta la siguiente.

 

CONFINADOS CONFITADOS

Después de tres semanas confinado en casa sin más compañía que la buena de mi gata, puedo confesar sin vergüenza alguna que estoy hasta el gorro y más arriba. Cuando nos encerraron, me hice una lista de cosas por hacer, esas que en circunstancias normales se dejan para los domingos pero que nunca se emprenden. Que si ordenar armarios, que si recolocar libros, que si reordenar estantes, que si cambiar algún armario de sitio, que si hacer una limpieza a fondo de la cocina. También incluí leer y escribir, y aplicarme a ejercicios físicos que me evitaran ponerme como un zorolo de ir de la cama al sofá, del sofá a la nevera, de la nevera al sofá, y del sofá a la cama. Las cosas de casa las acabé a los tres días, estoy leyendo una biografía de Carlos III, no he escrito más que esto, no he hecho ejercicios ni un solo día, y estoy que me subo por las paredes.

Teletrabajo de 9 a 19, comiendo de dos a tres y todas las veces que me duelen las piernas y me levanto hasta la cocina. Sobre las 12 veo la rueda de prensa diaria del equipo técnico habitual, y después de escucharles las cifras del miedo, me dedico a contarles las medallas a los militares y al policía nacional, y a vigilar si los comparecientes tosen, están roncos o parecen que sudan porque tienen fiebre. La desgracia del coronavirus vivida en tiempo real es así de absorbente, y no da tregua.

De estar enchiquerado, lo que peor llevo es todo en realidad. Gestiono bien la soledad, sin dificultades emocionales. Lo que no soporto es no poder moverme. Salir, pasear, mirar escaparates, cruzarme con la gente, respirar la ciudad. Y en los momentos dramáticos que vivimos, tampoco soporto escuchar a los políticos que nos gobiernan y a los que no con sus excusas, sus explicaciones, sus previsiones, sus amenazas, sus advertencias. Estoy del buenismo del gobierno hasta las narices, de las apelaciones al miedo hasta las tetas que no tengo, de la falta de responsabilidad de la oposición hasta las ingles. Las comparecencias del presidente me aburren, y los vídeos de móvil de Casado, Arrimadas o Abascal me sacan de quicio. El ministro de Sanidad me da mal rollo, el de Interior me pone nervioso, el de Transportes me provoca azogue, a los de Podemos no los sigo, y Revilla, como siempre, me harta hasta la arcada.

Cuando todo acabe, habrá que volver a empezar. Eso dice mucha gente, la experta en la evolución social y toda esa otra que solamente sabe de salir en tertulias televisivas hablando de todo. Seguramente sea cierto, y hayamos de aprender a ser, entendernos y relacionarnos de otra manera. Toda la solidaridad auténtica de estos días no puede perderse cuando nos abran la puerta de casa. Los sanitarios, los farmacéuticos, los empleados de limpieza, los repartidores, los trabajadores de supermercados y tiendas de alimentación, los vendedores de periódicos, los conductores de autobuses y del metro, tienen que consolidar el primer puesto de nuestro reconocimiento y respeto. Y los políticos, nuestro desprecio más absoluto. Aquellos han estado a la altura, y son unos héroes, Estos, no y no. Tienen que sacarnos de dentro los peores sentimientos, porque se los han ganado a pulso.

De la que volvamos a ser normales, me quedarán de este tiempo los aplausos de las 8, los vídeos de los curados saliendo de los hospitales de campaña, el ejército ayudando, la solidaridad vecinal. También el descontrol logístico, la falta de intendencia, la inquina indecente de los políticos, la desvergüenza ideológica de alguna prensa. Y por supuesto, que ya me salen bien los bizcochos. Espero que nada de todo se me olvide, y ojalá, salvo lo del bizcocho, tampoco se le olvide a los españoles de bien que hemos soportado enclaustrados con la responsabilidad y el decoro que los toman decisiones no han tenido.

Opiniones Libres