Aviejunarse, mirando al mar

He pasado 4 días en Santander por Santiago, y en dos ha estado lloviendo. Santander tiene eso, que llueve, y siempre a destiempo. Mi madre dice que parece mentira que no sepa ya que la ciudad es así. Tiene razón. La ciudad es así, con su propio ritmo hasta para el clima. Aquí en Madrid gusta mucho. Que si qué bonita, que si qué playas, que si qué bien se come. Bueno. También gusta Revilla. No siempre el criterio de los de fuera define la realidad en la que se mueven los de dentro. Ni Santander es tan todo lo que dicen, ni Revilla es tan tanto como suponen. Y al final, en julio, yo me mojé dos días seguidos.

Santander se aviejuna por momentos. Decía uno de los pasajeros que me traje a la vuelta a casa que parece un balneario. Y es cierto. Santander vive unos “baños de ola” permanentes, tan cutres como la fiesta municipal. Nada que ver con aquello de principios del siglo XX. Si acaso la mentalidad de los santanderinos, y esa resignación conservadora que se mueve en las urnas de la derecha del todo a la derecha un poco menos. Ahí está el resultado electoral de mayo. Supongo que es pronto para que se note el impulso ciudadano. O tarde, que lo mismo la coalición sólo ha servido para que se coloquen dos más. Ojalá un verano de 2020 y unas fiestas de Santiago más modernos, más imaginativos, más de vanguardias, y sin lluvia.

Hasta las casetas de la “feria de día” se han pasado de moda. Los pinchos ya no compiten más que por llevar pan tierno. Lo único que ha subido han sido los precios. No sé si sería por esto, o por la lluvia, pero las zonas de casetas tenían estas fiestas tantas calvas como falta de pasión. Falla la motivación porque el invento sigue siendo como cuando empezó, y la gente se aburre. Divertirse en la calle no tiene misterio si hay incentivo suficiente. La mala copia de las casetas no ha recibido más oxígeno que el de la subida anual de la tasa por montarlas. Y eso, en un país donde todos nos quejamos de los impuestos sin atender a lo que nos dan a cambio, es un mal asunto. Enfadados, los hosteleros no innovan ni se comprometen. Y acaban haciendo los pinchos con lomo frío y pimientos de lata.

Y como las desgracias nunca vienen solas, las ferias han perdido este año la noria. No la han montado. La noria serviría para explicar el paradigma de la propia ciudad, y su ausencia en estas fiestas es definitorio. Santander lleva décadas girando cansinamente sobre el mismo eje. La gente sube, da unas vueltas, baja, y sigue la vida. No estoy seguro de que el que la noria haya desaparecido del escenario festivo sea buena señal. En realidad, no estoy seguro de que sea señal de nada, porque en Santander lo mortecino que no tiene explicación es una norma de inveterado cumplimiento. Faltaría más. La bahía lleva ahí desde siempre, y las playas de El Sardinero, y El Sardinero, y el Paseo de Pereda. Que en realidad no, pero de tanto sobarlo con paseos arriba y abajo, los santanderinos de toda la vida le han dado categoría de eterno. Y de antiguo.

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