“Un regusto ligeramente amargo”

Sapore di sale, sapore di mare,

un gusto un po’ amaro di cose perdute,

di cose lasciate lontano da noi,

dove il mondo è diverso, diverso da qui.

(Sabor a sal, sabor a mar

El regusto ligeramente amargo de las cosas perdidas

De las cosas que dejamos lejos de nosotros

En otro mundo distinto a éste)

(“Sapore di Sale”, Gino Paoli 1963)

Nadie sabe con certeza donde reside el alma humana. Se oculta en algún templo secreto perdido en la impenetrable jungla neuronal. Donde retumba el tam?tam de la conciencia y centellean las sinapsis que traducen nuestro mundo al lenguaje de los impulsos nerviosos. Nadie, jamás, podrá alcanzar ese lugar porque desde el cerebro trasciende el tiempo y el espacio. Y en la ruta que lleva a él acechan, feroces, las falsas memorias, las lembranzas del futuro, los remordimientos, los olvidos y las fantasmagorías imposibles.

El párrafo anterior no es la introducción a un ensayo epistemológico. Simplemente es un forma de “cubrirse las espaldas“. Puesto que voy a hablar de un breve viaje a Mónaco que tuvo lugar a mediados del siglo pasado y hay en mis recuerdos más de la vaporosa variabilidad de las nubes que de la fijeza de las obsesiones, nadie debe sentirse aludido. Como los políticos, me he reservado el privilegio de mentir y de ocultaros las verdades que hay en mi alma. Respetad tal privilegio y consolaos pensando que nunca os vereis en la tesitura de votarme y no correis, por tanto, el riesgo de que os gobierne un embustero.

Las contadas imágenes reales que del mini-país retengo no sobrepasan el escaso número de piedrecillas que encierra un caleidospio. Pero de los espejismos que genera esa parca pedrería en los espejos del artilugio surge un Principado de Mónaco poco parecido al país recurrente en las revistas elegantes. Lo cual no implica que sus crónicas sean más creíbles que la mía. Son publicaciones que buscan hacernos pasar directamente del estado sólido al estado vaporoso con imágenes de mansiones, yates, palacios y palafitos, donde, a diferencia de cuanto ocurre en nuestras exiguas viviendas del extrarradio, las mujeres rejuvenecen cada año, los niños son “puttini” manieristas, las antiguedades permanecen nuevas y el dinero no cuenta porque se dá por descontado.  En sus textos -al contrario que en los míos- nunca se habla de hadas madrinas. Lo feérico casa mal con los materialismos acomodaticios y a las hadas les basta un “leasing” de calabacín?carroza y media docena de ratas para subvertir los más exquisitos saraos de “lista cerrada”, infiltrando atractivas candidatas, cuyo personalísimo calzado y sutil sentido crítico desconciertan a las tiendas  de “pares sueltos”.

Y como “en la tardanza está el peligro” vayamos al punto presto. Mediaba la década de 1960 y la Primavera verdeaba entre aluviones arcósicos al sur de los granitos de la Sierra madrileña. Las aristocráticas estaciones del año aún no se avergonzaban de ser diferentes entre sí y por los Altos del Hipódromo, a partir de la primera eclosión de las forsitias, comenzaba la sucesión de pinceladas florales mesetarias. Fue en tan romántico momento cuando la Jerarquía del  organismo gubernamental donde trabajaba me comunicó que iría a Montecarlo en comisión de servicio. No en calabacìn?carroza, todo hay que decirlo, sino en vuelo Madrid-Niza con escala en Palma de Mallorca. Cualquier otro empleado hubiese recibido alborozado semejante nueva: en vísperas de otro “Grand Prix“, sin la compañía de superior alguno, con gastos pagados y cobrando viáticos de extranjero. Mi gozo, empero, se ahogaba en un pozo: el de trabajar, sin ninguna garantía, para una Administración Pública corporativista que liquidaba mi nómina con cargo a una vergonzante partida de “lápices y material fungible” y que, hablando con propiedad, debieron haber llamado “El salario del miedo” -honrando así de paso el cine negro de Henri?Georges Clouzot?. Hubiese podido negarme a viajar, es cierto, pero cualquier esquirol hubiese tomado en el acto mi puesto y no era aquella la mejor tropa para andarse con gestos testimoniales. De todas maneras, pensé para consolarme, siempre había alimentado la quimera de apostar mi “dosis” mensual de “lápices y material fungible” en el Gran Casino de  Montecarlo y ganar suficientes “fungibles” para comenzar una nueva vida en algún lugar decemte y lejano. Por ejemplo en Auckland, Nueva Zelanda.

El anunciado viaje a Monaco estaba directamente relacionado con mi soltura para redactar discursos que eran leídos en festejos y efemérides oficinescas y cuyos guiones no inspiraban las musas sino los Jefes de Negociado. No menos apreciadas eran mis pulidas cartas. Y no digamos ya el ser lengua en dos o tres jergas foráneas. Gané con ello cierto renombre como “escribano cortesano”, oficio que existía sin figurar en los organigramas, y que la envidiosa plebe antes tenía por trampolín de aduladores que por tintero de buenas plumas. Puede que algo de razón no les faltara.

Es la de “escribano cortesano” actividad en vías de extinción. Una manera de hacerse necesario sin serlo en realidad. En suma: uno de esos “modos de vivir que no dán para vivir“, cual dijera Larra allá por 1835. Un oficio menudo pero sapiencial, paradójicamente sentenciado a muerte por la actual profusión de textos prefabricados, digitales e impresos, que a fuerza de buscar la “personalización” acaban resultando impersonales y que valiendo para todas las ocasiones no sirven, en el fondo, para ninguna. Los de “mujer bigotuda” y “bombero torero” también fueron, no hace demasiado, otros tantos oficios cuyos días estaban contados pese a su gran demanda.

Nada tuvo, pues, de extraño que fuese yo, escribano cortesano por antonomasia, el encargado de dar digna respuesta a la carta que una oronda Comisión Científica con sede en Mónaco nos envió y que, al inquirir inopinadamente sobre nuestros proyectos en el Mediterráneo, tocó el ego -verdadero “Punto Gräfenberg“- de la Jerarquía que nos gestionaba. Una Jerarquía que no iba más allá de un puñado de ingenieros burocratizados, timoneles de una vetusta institución que, queriéndose buque insignia, hacía agua por todos sus pañoles. Cumplí mi cometido con un exagerado “Plan de Acción” que el Director de Proyectos aprobó sin leer. Vaya en su descargo que se trataba de un texto doblemente difícil por su prolijidad y por estar redactado en un inglés que amalgamaba el denso lenguaje administrativo hindú con las frases sintéticas que triunfan, lustros después, en las eurocoplillas del grupo musical sueco “Abba”. En cualquier caso, a pesar de las afirmaciones del Director en sentido contrario, no creo que fuera el tipo de persona que William Shakespeare hubiese elegido para echarse una partida de scrabble.

Lo excesivo del “Plan de Acción” produjo alguna sorpresa y mucha desconfianza en Montecarlo. Hubimos, pues, de conformarnos con una tibia reacción a nuestro entusiasmo madrileño: los súbditos de Lady Grace Patricia Kelly sugerían un genérico encuentro bilateral en el Principado para discutir allí “con alguien” los detalles del asaz imaginativo “Plan” que les habíamos envíado. Ni siquiera ofrecían viajar a Madrid. La contrarréplica de los monegascos pudo no pasar de la tibieza, pero la sensación térmica que causó entre nuestra Jerarquía fué la del clásico jarro de agua helada. Aquellos extranjeros renunciaban al sinnúmero de cenas y comidas con los que la prodigalidad del dinero público los hubiese homenajeado ¿Recelaban los monegascos un nuevo desembarco del temible conquistador y ludópata español Carlo Monte en Monte Carlo?¿Pensarían acaso que en Madrid confunden la “langouste à la parisienne” con cascarones de bogavante rellenos de guisantes de lata y pejesapo enchungados en mayonesa?… Aquella “gaffe” diplomática monegasca selló mi suerte. No solamente se verían privadas las papilas gustatorias montecarlistas de las suculencias del Madrid gastronómico. Además, para mayor oprobio se les negaría el honor de tratar con un verdadero Ingeniero del Estado. En lugar de ello serían visitados por un Licenciado en Ciencias Naturales. Un ectoplasma próximo a la inexistencia. Vanitas vanitatis. Poco más que “Lápices y material fungible“…

En un “pispás” ?unidad en la cual miden los laicistas lapsos de tiempo muy breves a fin de obviar el católico e incorrecto “santiamén”? me encontré volando rumbo a Niza. En Palma de Mallorca hubo exceso de reservas y, para mi solaz, fui transferido a la Primera Clase. Volaba en un avión muy innovador para la época: el aerodinámico y grácil SE?210 VI?R “Caravelle” de Sud Aviation, probablemente la única aeronave capaz de planear y hacer figuras antes de estrellarse. Allá a mi frente, sobre una bandeja desplegada cual Estambul en “La Canción del Pirata”, rielaba el hielo en la mar de un güisqui doble. Y sedente a mi estribor destacaba ?aunque no demasiado por ser de talla más bien menuda- la estatuaria “Bond Girl” cuya memorable emersión de las aguas en la película “Dr. No” hundió al “Nacimiento de Venus” de Sandro Botticelli: Ursula Andress en persona. La actriz me impresionó, más que nada, por su simpatía y naturalidad. Durante todo el vuelo conversamos sobre los problemas que plagaban el mantenimiento de su chalet mallorquín. No tenía la impresión de hablar con una celebridad cortejada por actores como Marlon Brando. Aquella mujer, pese a su apabullante abrigo de piel, seguía siendo la chica sencilla de Ostermundigen, un pueblo de 15.000 habitantes -los mismos de Zafra, Badajoz? en el cantón de Berna. Su falta de afectación era tal que de un momento a otro esperaba verla extraer del portaequipajes una docena de patatas hervidas y pepinillos curados, envueltos en un grasiento ejemplar del Berner Zeitung, y empuñar la navaja cabritera del abuelo de Heidi,  para ponerse a rebanar queso e invitarme a compartir una sustanciosa “raclette”. Pero el avión se anticipó y sacó las ruedas antes que Ursula Andress su queso raclette. Infortunadamente, el refrán neozelandés que reza “shipboard romances seldom last” (“romance de crucero, poco duradero”) es la constatación de un hecho. Nada más salir del aeropuerto Ursula Andress huía veloz en dirección al centro de Niza a bordo de un Jaguar negro mientras a mí me daba la bienvenida B., un geólogo del BOM (“Base Océanologique de Méditerranée“), casi tan irrelevante en su organización como yo en la mía, que tuvo la amabilidad de ir a recibirme y transportarme hasta Montecarlo en un viejo automóvil matriculado en el Argel que fué francés. De color gris, naturalmente…

B. me había reservado habitación en un hotel económico que ya no existe. Estaba situado en el barrio de La Condamine, en pleno Quai des Etats-Unis, casi al final de la rampa del muelle donde confluyen las vías que descienden serpenteando desde los altos de Montecarlo. La pequeña habitación que me asignaron, no había sido renovada desde 1856, fecha memorable en la que el rey de Cerdeña cedió la dársena y el lazareto de la cercana Villefranche-sur-Mer a la Flota del Zar de todas las Rusias como puerto carbonero. A cambio del descuido, la vista de las embarcaciones fondeadas en la rada de  Port Hercule era magnífica. y, más allá del espigón meridional, se divisaba el montículo que coronaba el imponente Instituto Oceanográfico de Mónaco.

Al día siguiente, tras una parvedad “continental” con pretensiones de desayuno, B. y yo salimos del hotel y nos encaminamos a pié hasta el Museo Oceanográfico, lugar donde estaba citado con los representantes de los centros oceanológicos que deseaban ser informados sobre nuestro “Plan de Acción”. Lo más llamativo del Museo es que está colgado sobre un acantilado de 85m. del que parece formar parte. En la planta baja se podía visitar un acuario interesante pero discreto, mientras que en la primera se exhibían las colecciones del Príncipe Alberto I de Monaco, creador del Museo, con archivos, instrumentos y curiosidades biológicas de su época. Ambas plantas tenían un aire trasnochado que aumentaba a medida que el ascensor, verdadera máquina del tiempo, iba ascendiendo por el interior del edificio. Al abrir la puerta de la Sala de Juntas del cuarto piso donde estaba convocada la reunión, en vez del previsible ruido de polillas mascando las actas de la Sociedad Geológica de Francia, me recibió el runrún de los científicos con los cuales debía dialogar que, sentados ya alrededor de una gran mesa, tomaban café y fumaban departiendo animadamente entre ellos. Al verme todo el mundo guardó silencio y B., haciendo de introductor de embajadores, me presentó a la concurrencia.

No esperaba ni remotamente encontrar allí al Comandante V. ?Director del Museo Oceanográfico durante casi tres década? pues sus numerosos compromisos internacionales lo mantenían ausente del Principado durante casi todo el año. Era el suyo un nombramiento más político que científico, mutuamente beneficioso para Mónaco y él mismo. Había delegado por ello sus funciones en un amigo y miembro destacado de su equipo: el asimismo comandante W.. Desgraciadamente también éste debió ausentarse del Principado durante mi visita, y dejó un escueto mensaje disculpándose por no poder recibirme. En aquella Sala de Juntas no estaba presente ninguna de las figuras señeras del campo de la Oceanología. Esas que firmaban las separatas que yo leía con tanta fruición. Mi audiencia estaba compuesta por insignes segundones venidos del Instituto Oceanográfico monegasco, de los laboratorios oceanológicos cercanos y de varias entidades gubernamentales francesas con delegaciones en la región. Casi ninguna de las personas allí reunidas estaba verdaderamente interesada en escucharme. Buscaban, sobre todo, establecer contactos que facilitasen la obtención de permisos para llevar a cabo sus propias investigaciones en territorio español o ver la mejor forma de alquilarnos servicios y equipos.

No me atrevería a culparlos por el bajo nivel de la reunión. A ninguno de ellos. Ni a los presentes ni a los ausentes. Lo que más me preocupaba era impedir que aquellos franceses se apercibieran de la complacencia con la que los que me enviaban recibían a los demonios que se enseñoreaban de sus almas. Venía de una sociedad a cuyos miembros nada les importaba el discurso que ellos mismos me habían envíado a pronunciar. Solamente pretendían cubrir unas apariencias. Bajo la máscara, aparentemente saludable, del Dorian Gray hispano no había sino rostros horriblemente lacerados por los bubones del politiqueo, la codicia, la hipocresía, el arribismo, la envidia, el nepotismo, el sectarismo, la ignorancia, la corrupción y sabe Dios cuantas miserias más. Venía del País de Gerasa. De un lazareto donde los enfermos se creían sanos.

Escapar del presente en búsqueda de tiempos y lugares donde se ha sido feliz, puede dejar un regusto ligeramente amargo. Entre otros motivos porque tal vez en ellos no fuímos tan felices como creíamos. Resultaría ofensivo para muchas personas comparar aquellos años de “lápices y material fungible“, con los terribles “anni di piombo” o “anni oscuri” italianos, porque no son perversiones equiparables. Sin embargo, los años de “lápices y material fungible” también llevaban en sí un germen de violencia en la medida en que eran radicalmente injustos. De aquellos polvos vinieron estos lodos. Las cosas que creemos dejar relegadas para siempre en otro mundo distinto, acaban por regresar a éste tras la engañosa laxitud de un día de playa.

Cuando abandoné el Museo e Instituto Oceanográfico de Mónaco, sólo, caminando de regreso al hotel, me invadió un vago malestar al pensar en los males, aparentemente incurables, de mi patria. Puede que si hubiera podido leer el futuro de cada uno de los asistentes a la reunión mi malestar hubiese sido más universal. Hoy, casi medio siglo después, el futuro de aquellos segundones que asistieron a mi presentación, y con los cuales seguí en contacto algunos años más, ya es pretérito, no necesariamente perfecto. También ellos estuvieron poseídos por sus propios demonios. No todos consiguieron exorcizarlos. Hubo quienes alcanzaron gran renombre en Francia llegando, incluso, a ser ministros. Otros crearon empresas, buenas y malas. No faltó quien decidió apostar por poner sus conocimientos al servicio de los países pobres. Por no faltar no faltó ni el asistente a aquella reunión que terminó sus días como patrón de yate en Auckland -sí, en Nueva Zelanda- tras verse involucrado en un estúpido fraude.

Una vez en el hotel decidí acortar mi estancia en el Principado y partir al día siguiente. Disponía de material suficiente para redactar un “Informe de Misión” tan grandilocuente como el “Plan de Acción” que me llevó a Mónaco. Nada más comer emprendí las visitas turísticas de rigor. Me acerqué hasta la antigua Iglesia de Santa Devota, Patrona del Principado, que tras su ejecución en Córcega en el año 312 llegó en barca a Mónaco, como Santiago a Padrón, y desde allí remonté nuevamente los acantilados del barrio de Mónaco para contemplar el Palacio principesco. Al anochecer, sólo me faltaba subir hasta Montecarlo para ver el famoso Casino por dentro. El ascenso por l’Avenue d’Ostende fue agradable. Hacía buena noche y soplaba brisa fresca del mar. Cuando llegué al Casino me desilusionó encontrarlo atestado de turistas curiosos y descubrir que la zona más exclusiva sólo se abre para los millonarios, así que me dispuse a seguir caminando pero me detuvo un espectáculo fuera de lo común frente al Casino…

Un llamativo y reluciente Rolls Royce rodaba con notable parsimonia aproximándose al estacionamiento de la puerta principal del Hotel de Paris, uno de los establecimientos más elegantes de la Costa Azul. Contemplé fascinado a la hermosa muchacha que viajaba sóla en el asiento posterior del coche y cuya larga cabellera rubia reposaba ondulante sobre sus hombros desnudos. Cuando el automóvil por fin se detuvo ante la puerta principal del edificio el chófer, impecablemente uniformado, permaneció en su puesto sin soltar el volante. La joven elevó la mirada y yo seguí la dirección que indicaban sus ojos húmedos. Por la larga escalinata de acceso al hotel iban descendiendo, con pausada coreografía, un grupo de violinistas, todos con idéntico frac, pechera blanca y pajarita al cuello. Tocaban espléndidamente una canción, muy popular, de Gino Paoli: “Sapore di Sale“. Comenzaron a cantar sin dejar de tocar al unísono:

Sapore di sale, sapore di mare

Che hai sulla pelle che hai sulle labbra

Quando esci dall’acqua e ti vieni a sdraiare

Vicino a me, vicino a me

Sapore di sale, sapore di mare

Un gusto un po´amaro di cose perdute,

Di cose lasciate lontano da noi

Dove il mondo è diverso, diverso da qui…

Con gesto rápido y determinado el chófer salió del coche y se dirigió al maletero por el lado izquierdo para no interponerse entre la muchacha y los músicos. Al llegar lo abrió y extrajo un adminículo que desplegó con destreza: una silla de ruedas. Entonces se acercó a la puerta de la joven, la abrió delicadamente y, con todo el cariño del mundo, la alzó en sus brazos, recogiendo la cola del largo traje de seda azul sin dejar de sujetarle las piernas. La muchacha era parapléjica y sus manos deformadas se aferraban a los hombros del chófer. Este, mientras un empleado del hotel se adelantaba con la silla de ruedas, comenzó a ascender cuidadosamente los escalones sosteniéndola en alto, mientras los violinistas los seguían a cierta distancia, retomando la canción una vez más. La muchacha no dejaba de mirarlos, arrobada. Y en sus ojos brilló un instante perfecto de felicidad.

Nunca supe quien era, pero aquella noche intuí que  las hadas y el alma humana habitan en la misma morada. Descubrí que existe un Universo donde la bondad rompe barreras. Donde una joven bella y adinerada, condenada a vivir inmovilizada de por vida, conocía la felicidad gracias al esfuerzo de su empleado y de lo que a todas luces era un grupo de músicos italianos que se habían coaligado para hacer mágica una noche. Había en aquellos hombres un empeño que rebasaba con creces los deberes que van asociados a un sueldo o a una militancia. Aunque nunca lo cité en mi “Informe de Misión” había visto el rostro de la Esperanza. Esa en la que seguiré creyendo aunque retiren los crucifijos de todas las escuelas y lugares públicos.

Jaime Colson-Puello

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10 comentarios

  • Por Libertario, 21 mayo 2010 @ 23:00

    D.Jaime en que quedamos. Jaime García o Jaime Colson-Puello.

  • Por gatorabioso, 24 mayo 2010 @ 12:39

    Fascinante. Pero, entre la hojarasca administrativa que para usted dejó amargos recuerdos, me quedo con la chica rubia en silla de ruedas y con Ursula Amndress, aunque estuviese envuelta en abrigo de garras y el aliento le oliese a queso.

  • Por carla pattone, 26 mayo 2010 @ 9:05

    Un relato que deja sin aliento por la maestria de la tecnica narrativa, por el manejo del idioma, por los sentimientos profundos tan bien delineados y por ese “sapore di sale “che non abbiamo solo sulla pelle o sulle labbra, ma sopratutto dentro di noi, che ci portiamo dentro da sempre , consciamente o inconsciamente, volenti o nolenti, che fa quasi parte della nostra eredita`atavica, del nostro dna. Una descrizione di un “piccolo mondo” che pero` rappresenta e delinea l`umanita` intera in ogni sfaccettatura come un caleidoscopio di colori , sensazioni, immagini e l`essenza della natura umana.
    Jaime sei favoloso!

  • Por jaime, 4 junio 2010 @ 0:25

    Carla: Me abruma Vd. Para un “dilettante” como yo, sus inmerecidos elogios me consuelan de la contundencia de Bernard Shaw cuando aseguraba que “los que no saben vivir la vida la escriben”.

  • Por jaime, 4 junio 2010 @ 0:43

    Jefe: Ni García (no es mi apellido) ni Colson-Puello (tampoco es mi apellido). Jaime García-Rodríguez para servir a Dios y a Vd. Lo de “Colson-Puello” es un homenaje a dos españoles ilustres, pendientes de que alguien los recuerde con un par de calles, aunque luego vengan otros a quitárselas.

  • Por jaime, 4 junio 2010 @ 0:58

    Estimado Gatorrabioso: Me dá que es Vd. un verdadero “gattopardo”. Uno que ha tenido la enorme suerte de no viajar con Frau Andress a su vera. A más recios felinos ha disecado la interfecta con tan sólo sacar su sirla “Swiss Army” multiusos de la Liga Helvética y chascar esas misteriosas tijeritas desplegables frente a los bigotes del micifuz de turno…

  • Por Libertario, 4 junio 2010 @ 9:49

    Perdón D.Jaime García-Rodriguez, no me di cuenta.

  • Por gatorabioso, 4 junio 2010 @ 13:28

    vaya,vaya…mucho sabe ud sobre frau andress

  • Por Zamaflequi, 9 junio 2010 @ 17:49

    Veo que han dado el Principe de Asturias a Amin Maalouf ..pero el año que viene seguro que D. Jaime esta entre los candidatos.

    Un placer y un lujo poder leer estas lineas!

  • Por Pia Tamez, 25 junio 2010 @ 0:52

    Bravo por la prosa tan brillante y gracias por el también brillante mensaje de esperanza. Muchas felicidades.

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