Republicanos de calle, monárquicos de salón
A propósito de la visita a Santander de la Princesa de Asturias para inaugurar el curso en la FP, pregunté a un concejal socialista, que presupongo republicano, si había acudido a inclinar la cabeza ante doña Letizia. Lo tuvo fácil para soslayar la respuesta, porque por lo visto no le habían invitado. Mi amigo don Alfonso me apuntaba con gran tino que asistir a estos eventos es una obligación institucional, para monárquicos y para los que no lo son. Tiene razón. Cuando se ocupa un cargo público hay que ir a sitios donde voluntariamente no se iría, y dar la mano a gente a la que en la calle no se saludaría. Pero cuando en el acto está la Familia Real y la mano a sostener es la de uno de sus miembros, suele haber mucho de cinismo y más aún de postureo.
En los últimos tiempos, con la Corona en horas bajas a cuenta de Urdangarines, elefantes y princesas alemanas de pega, los republicanos se han crecido. Dicho con todo respeto, por supuesto, que defender la opción de la República como forma de estado es tan legítimo como hacerlo de la Monarquía Parlamentaria que constitucionalmente se dio España en el año 78. Es sano para la democracia, y además en ella tiene su origen, que ninguna institución sea incuestionable. La discusión crítica racional sobre qué estructura de convivencia se desea refuerza la legitimidad de la que se elige. Lo que pasa es que en torno a este asunto, tengo visto que la determinación teórica de muchos republicanos se convierte en una indisimulada carrera por hacerse con una foto sonriendo junto a un miembro de la realeza en cuanto se presta ocasión. Conozco a más de un acérrimo no-monárquico que se llevaría el disgusto del siglo si no le invitaran, creyendo corresponderle, a un acto con los reyes o con los príncipes. Y al que le faltaría tiempo de poner el retrato del besamanos en el salón de casa, al lado de la bandera tricolor de la II República y de un escudo de la vieja Unión Soviética. Los brillos de las coronas y de las tiaras tienen una magia seductora especial, capaz de arrinconar por un rato férreos principios incuestionables que ya se defenderán mañana en la calle en manifestación pidiendo la expulsión de los Borbones.
Cuando yo era concejal, no me perdí ni una sola invitación para actos religiosos que organizara el Obispado, no siendo como no soy católico. Incluso en una celebración del Corpus fui el único representante del municipio que asistió, porque coincidía con unas elecciones europeas y el resto de los miembros del pleno estaban a obligaciones partidistas. Es cierto que yo hacía entonces, y hago ahora, firme apología de la aconfesionalidad del Estado, pero no se me llenaba la boca pidiendo la abolición de la Iglesia y la desamortización de sus bienes. Ni tampoco acudía a todo correr a besar el anillo del obispo para luego fardar en privado de tener unas fotos con él, mientras en público reclamaba ponerlo en la frontera.
Embelesarse con la Corona parece cosa de señoras mayores que hacen horas delante de una valla para ver a sus miembros pasar, o de señores de la derecha expertos en taconazos y en doblar el cuello como súbditos leales. La experiencia, y ejemplos no faltan, dice que también lo es de acérrimos detractores que pierden el culo por colocarse en la fila de los abrazos y hacer corrillos con una infanta, un principe o un rey. Seguro que si del acto de doña Letizia en Santander se observan con cuidado las fotos de los medios, se encuentra a más de uno.