Mi gato japonés y las obras en el barrio
He estado conversando con mi gato japonés de escayola. Nos aburríamos los dos, así que empezamos a charlar, y cuando quisimos darnos cuenta nos habían dado las tantas. El gato es más divertido de lo que parece por su gesto, y su conversación es fluida, culta y muy bien construida. Distrae un poco lo de la mano arriba y abajo (debería quitarle la pila), pero después de un rato acabas ni dándote cuenta.
Me pregunta el gato que qué pasa en la calle, que oye mucho ruido de máquinas y taladros. Que lleva poco tiempo en casa, pero que no cree que eso sea muy normal. Que ni siquiera en la fábrica china donde a ellos los hacen se escucha tanto estruendo («Pero, ¿no eras japonés?» le pregunto. «Sí, pero nos hacen en China, que sale más barato», me responde). Hasta el gato de casco se ha dado cuenta. He tenido que contarle que el barrio lleva en obras casi dos años, a cuenta de instalar un sistema de recogida neumática de basuras y de no sé qué del alcantarillado. Que todo ha sido y es un despropósito, con múltiples retrasos, malos acabados, pésima planificación, mil molestias, y mucho olvido de las administraciones que no han sido capaces de obligar al contratista a terminar cuanto antes y con unos estándares de calidad aceptables teniendo en cuenta el coste de la obra. Y le pongo el ejemplo de los registros de alcantarilla, que es lo que están cambiando estos días pese a que los que quitan no llevan ni doce meses puestos. O de la calle Ruiz Zorrilla, que ha tenido que ser asfaltada dos veces porque la primera se hizo tan mal, por las prisas, que no había quedado en condiciones. O cómo han tenido tramos cortados de las calles sin trabajar en ellas con el consiguiente perjuicio para los negocios de la zona. O de los pasos de peatones que se inundan, las esquinas que se hunden, las baldosas que se levantan, los bolardos que se sueltan, los alcorques a ras de suelo y sin tierra, los baches en la calzada, las tapas que se mueven, el asfalto que se agrieta,…
El gato estaba alucinado. Me cuenta que en donde le hicieron, aunque sea por cuatro perras, se sigue una planificación exhaustiva que no puede romperse: los tiempos están medidos, porque son dinero, y las calidades tasadas, porque también son dinero (real y potencial). También que ha seguido con interés los documentales que yo veo en Discovery Channel sobre grandes obras en Estados Unidos y en los países europeos de nuestro entorno, y que allí también la programación del proyecto se sigue a rajatabla, y que el impacto de cualquier incidencia se mide para el contratista en miles de euros de pérdidas, porque quien le contrata impone duras penalizaciones, y en serias dificultades para obtener nuevos trabajos, porque de todo se toma nota y las referencias forman parte de cualquier portfolio empresarial.
Pobre gato, qué inocente. Se nota que es japonés (de fabricación China). Le expliqué que esto es España, que aquí ni los contratistas ni la administración tienen esas cosas en cuenta. Que de lo pintado en los planos que se presentan en las licitaciones al resultado final va un mundo (hacia atrás, claro). Que hacer mal las cosas (como las está haciendo el contratista de la chapuza de Castilla-Hermida) no es causa para no volver a contratar, y que a veces el mismo empresario suma tantas obras para una misma administración que es inevitable pensar que tiene amigos en los despachos. Que aquí no hay vergüenza para molestar a los vecinos durante la obra, ni para reclamarles con desparpajo paciencia, ni para venderles como magnífica una cutrada que en dos días se cae a pedazos, ni por supuesto para cobrarla muy por encima del precio al que fue adjudicada. Que España es el país de lo improvisado y de la picardía, que son las base de muchos proyectos empresariales, como demuestra la insolvencia profesional de la compañía que está con la obra del barrio; que no hay respeto por los ciudadanos, que son a los que nos aligeran la cartera con los impuestos para luego pulir la pasta en obras mal hechas; que si se vigilara más lo que hacen los contratistas, otro gallo cantaría; y que antes de liquidar las facturas, habría que hacer una encuesta de calidad entre los vecinos para medir su grado de satisfacción con el desarrollo de los trabajos, su calidad y su resultado, y tenerla en cuenta para futuras contrataciones, que ya verías cuántos empezaban a palparse la ropa.
Yo creo que el gato al final me ha dado la razón. O al menos que me ha comprendido, aunque no entienda que las administraciones, que enseguida le calzan una multa a un vecino que cierra su terraza con pvc blanco en vez de con pvc marrón (según dice la ordenanza que les toque inventarse) pero silban cuando se trata de meter en vereda a los malos contratistas (eso si no les palmean en las recepciones de prohombres en los que coinciden), y encima les siguen dando trabajo. O que la incapacidad y la falta de profesionalidad tengan valor como tarjeta de visita y mérito para conseguir esos más trabajos. Ahora el gato ya comprende mejor la obra pública en España, aunque yo sigo viéndola como un disparate.