Democracia de comparsas
Llueven chuzos de punta en España. Desde hace meses, la política se ha vuelto una tragedia. O una comedia, según el ánimo con el que se mire. Y la ciudadanía, que está harta, ha dicho que basta, que así no, que con estos no, que con ella no cuenten. El entorno de la paz social, eso que es lo primero que los que han tenido que gobernarnos quieren preservar a toda costa, incluso de la nuestra, se ha quebrado, y no hay colectivo que no haya hecho de la calle el espacio para la protesta.
Sin embargo, pese al percal, los que dirigen los partidos se han puesto de perfil (más de perfil si cabe) y siguen haciendo lo de siempre: mirarse el ombligo, proteger sus regalías, apuñalarse entre ellos por mantenerse, y decir que tururú. Los que mandan viven una ensoñación de la realidad tan patética a veces como las explicaciones que dan para las ocurrencias que tienen. La soberbia paternalista con la que se dirigen, y nos dirigen, les ha dejado a la altura del betún sin opción alguna de redención.
Superar este estado de cosas requiere un cambio, que tiene que ser radical para ser creíble, y porque es además lo que exigen los ciudadanos. Un nuevo modelo de relación entre representantes y representados, en el que estos sean los que de verdad señalen las prioridades y marquen los horizontes a alcanzar. Un nuevo sistema de partidos auténticamente abiertos y participativos, donde escuchar sea la norma y no la excepción. Un nuevo compromiso de representación que fije claramente que incumplir lo prometido tiene consecuencias, y otra forma de ejercerla, más sincera, más responsable, más leal, más cercana, que anteponga de una vez por todas lo colectivo a lo personal, y en la que se entienda que la delegación del poder ni es absoluta ni puede prescindir de la ciudadanía. Expresarse en las urnas cada cuatro años no da derecho a los elegidos a ignorar hasta la siguiente elección a quienes los eligen. La democracia es un continuo que no admite recesiones temporales.
De todos modos, mucho me temo que si algo cambia será para que todo siga igual. Los mandatados para sostener nuestro bienestar, y acrecentarlo, no están por la labor. Que la crisis es lo que nos ciega es su argumento, y la osadía con la que defienden que es el tiempo de los números, su coartada para seguir impasibles sin hacer nada. Nunca las intenciones de los políticos estuvieron tan insultantemente lejos de las necesidades de los ciudadanos ni de sus reivindicaciones. Han decidido que nos equivocamos con lo que pedimos porque no sabemos, y que cuando todo mejore entenderemos que son ellos o el caos.
Tengo un amigo, liberal él, que dice que me he vuelto muy vitriólico. También me he convertido decididamente en un escéptico. Los políticos de hoy nos tienen embargado el futuro, que no sólo pasa por hacer que dejen de rugir las tripas por el hambre. Recuperar la dignidad de la política y hacer creíble su ejercicio no está en sus agendas, por mucho que en la calle se les conmine. Esta obra tragicómica, que en realidad es más un sainete, la demandan como suya, y a nosotros nos han dejado el papel de la comparsa.