Educar, enseñar

Hoy cedo este espacio para publicar el artículo titulado ‘Educar, enseñar’, escrito por los profesores José Manuel Laborda e Israel Ferrer, propietarios de una academia privada de enseñanza.

Educar, enseñar

Educar no es tarea sencilla. No lo es porque depende de factores personales y de elementos materiales casi siempre en divergencia. No lo es porque desde la transición democrática ha estado, en su aspecto legislativo, al albur de las ideologías de los partidos gobernantes. Y no lo es porque al conjunto de la comunidad educativa le falta cierta cintura para adaptarse a las circunstancias sociales de cada momento. La educación es un pilar esencial que garantiza el crecimiento y el avance de las naciones y de sus ciudadanías, y mientras no se entienda que eso depende de la existencia de un sistema educativo sólido, consensuado y con intención de permanencia en el tiempo, un país no puede consolidar su futuro.

Es una realidad que nuestro modelo educativo no es capaz de competir con el de los principales países de nuestro entorno. Eso dicen análisis internacionales como el ‘Informe Pisa’, que año tras año lo colocan entre los más deficitarios, con muy negativos resultados en la evaluación de los alumnos. Los estudiantes españoles suspenden en materias esenciales que están en el base misma de una correcta capacitación formativa. Y frente a eso, la respuesta de la administración ha venido siendo, históricamente, partidista. Con cada nueva mayoría parlamentaria, el gobierno que en ella se sustenta ha cambiado materias y planes de estudios para adaptarlos a sus principios ideológicos. El cambio constante es la gran paradoja de la educación en España.

Resulta notable, y así debe destacarse, el esfuerzo de profesores y enseñantes en buscar un estándar uniforme que permita la formación integral del alumno más allá de contenidos basados en legislaciones derivadas de posiciones políticas episódicas. En los centros educativos se trabaja tratando de asentar un modelo educativo que supere el corsé de leyes y reglamentos circunstanciales. Un modelo que asegure en el tiempo la capacitación de niños y jóvenes más allá de los programas estancos que imponen las coyunturas políticas. Un modelo permanente, libre de avatares temporales, asentado en el entendimiento de la educación como una inversión social que favorece el progreso. Y lo hacen no sin obstáculos, desde el convencimiento de que formar no es adoctrinar, ni enseñar una actividad mecánica de mera traslación de contenidos.

Tampoco debe soslayarse el esfuerzo padres y madres, que entienden que sólo una enseñanza integral y moderna para sus hijos les garantiza la mejor preparación para su crecimiento como personas capaces de enfrentarse con éxito a su futuro. Ni la de otros profesionales de la enseñanza ajenos a los canales reglados, como quienes imparten apoyo en academias y centros de formación particulares, que aportan con su trabajo, a veces no suficientemente reconocido, un importante valor añadido a la educación de los jóvenes españoles. La actividad privada de enseñanza es, sin duda, un pilar de considerable importancia a la hora de cubrir las lagunas del propio sistema, que debiera tener, además, una mayor consideración en la propia definición del modelo educativo. La cercanía alumno-enseñante que proporciona esta forma de enseñanza facilita un mejor conocimiento de sus carencias, y obliga a ser más imaginativo para suplirlas.

España necesita un modelo de enseñanza definido más allá del tiempo político, elaborado con la participación de todos los actores implicados en la educación, alejado de perfiles ideológicos, sostenido con fondos públicos suficientes, apoyado por la administración a partir de parámetros de interés público, que converja con los sistemas europeos más avanzados, que permita a nuestros alumnos dejar de suspender en las valoraciones técnicas internacionales. Y es eso, o nunca podremos estar ni siquiera en la línea de salida de los mejores.

Cruzando cartas (I)

Madrid, 13 de diciembre de 2.013

Mi querido don Alfonso:

En la distancia física que nos separa, que no de la amistad con la que me honra desde hace años, he querido compartir con usted algunas reflexiones que mejoren nuestra personal visión de la realidad política que nos rodea.

Ambos, desde nuestras diversas posiciones ideológicas, que por cierto nunca han sido obstáculo para mantener un fluido y honesto intercambio intelectual de ideas y planteamientos, hacemos de la expresión pública de nuestro pensamiento un acto de fe de libertad y de coherencia, que ayude a quien se quiera ayudar a reforzar el suyo personal con argumentos que son fruto de nuestra experiencia en el muchas veces pantanoso terreno de la vida pública y partidista. Soy un firme convencido, como me consta que lo es usted, de que es del diálogo sosegado y sincero entre diversos de donde surgen siempre las mejores soluciones a los problemas. Me aventuro a que ese sea el objetivo de estar carta, y de las que puedan venir después.

Justo después de ser elegido presidente del CGPJ (por cierto, habremos de discutir sobre esta cosa curiosa de la independencia de poderes cuando el máximo órgano de gobierno de los jueces se pacta entre los partidos), el magistrado Carlos Lesmes ha hecho una distinción entre conservadores y neoliberales, explicando que los primeros apuestan por ‘la necesidad de que exista un Estado protector y fuerte’ frente a lo que sostienen los segundos, ‘que es muy bonito para los triunfadores’. A fuer de ser sincero, hasta ahora siempre había creído que la defensa de un Estado que haga de la protección de sus ciudadanos uno de sus pilares existenciales básicos era cosa la izquierda, aunque no le niego que me alegra que alguien elegido para encabezar una de las principales instituciones constitucionales españolas en nombre del Partido Popular tenga tal planteamiento. Está por ver cómo hace de ello traslación a su trabajo en el entorno de la Justicia, tan devaluada y desprestigiada entre nuestros conciudadanos, precisamente, por hacer de la desigualdad muchas veces el leitmotiv de su actividad. Quedan claras en sus palabras, por otro lado, la difícil convivencia que parece darse en la derecha española entre sus diferentes familias ideológicas (de las del Partido Socialista también podemos hablar en futura ocasión, y me agradará conocer su particular visión al respecto). Supongo que alguien como usted, que ha visto lo suyo en los últimos treinta años, podrá mejorarme esta percepción, quizá demasiado estandarizada entre quienes militamos en la otra orilla política, y aquella diferenciación que ha tenido a bien regalarnos el flamante presidente del Tribunal Supremo.

Por ser mi primera carta, y en el ánimo de no aburrirle antes de que este intercambio nos aporte a ambos nuevos argumentos intelectuales con los que mejorar como observadores de la realidad, y como personas, me permito preguntarle su opinión sobre ese enredo de pregunta que han parido los partidos independentistas catalanes para un referendo que no se va a llevar a cabo. Permítame que deje la mía para responder a la suya, porque este tema me tiene muy aburrido de tantas vueltas que ha dado, y de tantas tonterías que al respecto llevan meses y meses diciéndose. Le apuntaré solamente que me parece que bien poco quehacer deben tener en Cataluña los que gobiernan para andarse con estos enredos.

Quedo a la espera de sus noticias, que sabe recibo siempre con el mayor de los intereses y el mejor de los ánimos. Suyo afectísimo,

Victor Javier Cavia.

Republicanos de calle, monárquicos de salón

A propósito de la visita a Santander de la Princesa de Asturias para inaugurar el curso en la FP, pregunté a un concejal socialista, que presupongo republicano, si había acudido a inclinar la cabeza ante doña Letizia. Lo tuvo fácil para soslayar la respuesta, porque por lo visto no le habían invitado. Mi amigo don Alfonso me apuntaba con gran tino que asistir a estos eventos es una obligación institucional, para monárquicos y para los que no lo son. Tiene razón. Cuando se ocupa un cargo público hay que ir a sitios donde voluntariamente no se iría, y dar la mano a gente a la que en la calle no se saludaría. Pero cuando en el acto está la Familia Real y la mano a sostener es la de uno de sus miembros, suele haber mucho de cinismo y más aún de postureo.

En los últimos tiempos, con la Corona en horas bajas a cuenta de Urdangarines, elefantes y princesas alemanas de pega, los republicanos se han crecido. Dicho con todo respeto, por supuesto, que defender la opción de la República como forma de estado es tan legítimo como hacerlo de la Monarquía Parlamentaria que constitucionalmente se dio España en el año 78. Es sano para la democracia, y además en ella tiene su origen, que ninguna institución sea incuestionable. La discusión crítica racional sobre qué estructura de convivencia se desea refuerza la legitimidad de la que se elige. Lo que pasa es que en torno a este asunto, tengo visto que la determinación teórica de muchos republicanos se convierte en una indisimulada carrera por hacerse con una foto sonriendo junto a un miembro de la realeza en cuanto se presta ocasión. Conozco a más de un acérrimo no-monárquico que se llevaría el disgusto del siglo si no le invitaran, creyendo corresponderle, a un acto con los reyes o con los príncipes. Y al que le faltaría tiempo de poner el retrato del besamanos en el salón de casa, al lado de la bandera tricolor de la II República y de un escudo de la vieja Unión Soviética. Los brillos de las coronas y de las tiaras tienen una magia seductora especial, capaz de arrinconar por un rato férreos principios incuestionables que ya se defenderán mañana en la calle en manifestación pidiendo la expulsión de los Borbones.

Cuando yo era concejal, no me perdí ni una sola invitación para actos religiosos que organizara el Obispado, no siendo como no soy católico. Incluso en una celebración del Corpus fui el único representante del municipio que asistió, porque coincidía con unas elecciones europeas y el resto de los miembros del pleno estaban a obligaciones partidistas. Es cierto que yo hacía entonces, y hago ahora, firme apología de la aconfesionalidad del Estado, pero no se me llenaba la boca pidiendo la abolición de la Iglesia y la desamortización de sus bienes. Ni tampoco acudía a todo correr a besar el anillo del obispo para luego fardar en privado de tener unas fotos con él, mientras en público reclamaba ponerlo en la frontera.

Embelesarse con la Corona parece cosa de señoras mayores que hacen horas delante de una valla para ver a sus miembros pasar, o de señores de la derecha expertos en taconazos y en doblar el cuello como súbditos leales. La experiencia, y ejemplos no faltan, dice que también lo es de acérrimos detractores que pierden el culo por colocarse en la fila de los abrazos y hacer corrillos con una infanta, un principe o un rey. Seguro que si del acto de doña Letizia en Santander se observan con cuidado las fotos de los medios, se encuentra a más de uno.

Opiniones libres