Entre la Quinta Avenida y Harlem (NYC)

He pasado mis vacaciones en Nueva York, siete días. Me encanta esa ciudad. Estuve ya en 2.006, y seguiré volviendo cuantas veces pueda. Porque cada vez es igual y al mismo tiempo diferente. Supongo que es lo que tienen las ciudades cargadas de turistas, que son distintos por ciclos temporales y eso cambia el paisaje urbano que no está hecho de hormigón.

Participé en un servicio religioso (allí los llaman así para referirse a los oficios de los múltiples ritos e iglesias que pueblan el orbe espiritual USA) en la catedral católica de San Patricio, en la Quinta Avenida, el sábado por la tarde. Y en una celebración pentecostal en el Harlem, en un piso de la calle 125, el domingo por la mañana. Nada más diferente, claramente distintivo de dos formas de vivir públicamente la fe y probablemente identificador, además, de las diferencias mismas de la sociedad norteamericana y de sus modos diversos de encarar la vida.

En la catedral todo era orden y circunstancias. Unos señores de traje revisan los bolsos al entrar, y otros te entregan un folleto de color sepia con los cánticos del día, que dirige una señora desde el atril de las lecturas vestida con traje largo oscuro. Los bancos de madera son grandes, cerrados y están repletos de misales y libros de salmos pulcramente encuadernados. La ceremonia es adusta, rigurosa, ordenada, muy solemne. No falta el cesto para el donativo, con un palo largo para no dejar de llegar a nadie y pasando tres veces, por si acaso alguien se olvida de contribuir. Silencio, música tutelada, gestos graves, orden, dos sacerdotes, un ayudante, policía en la puerta y sólo gente blanca. Bueno, lo que viene a ser la esencia de la más rígida puesta en escena del catolicismo, sólo diferente a la de aquí en el idioma.

Lo de Harlem fue otra cosa, nada que ver. El oficio era en un primer piso de un edificio destartalado, y si no hubiera sido por las canciones que llegaban a la calle y por la invitación a subir con una sonrisa de dos niñas de color sentadas en el portal, ni hubiéramos sabido que allí se celebraba nada. Por supuesto, el anciano que nos recibió no me revisó el bolso, y la señora mayor que nos acomodó en las sillas (plástico sin color en una multiciplicidad de modelos de piso de estudiantes) no nos pudo dar folleto musical alguno. Nos preguntaron la nacionalidad, y acorde con ella nos entregaron un sencillo cuadernillo de agit prop religioso. No seríamos más de veinte personas dispersas por un local social de 100 metros cuadrados, de paredes con pósteres de factura manual, con palmas, aleluyas, bailes, y canciones de lo más alegre. O sea, la antítesis del orden y la severidad del rito católico, mucho más jovial. Por supuesto, los únicos blancos éramos los seis turistas que nos aventuramos a acompañar a aquellas gentes en su ceremonia religiosa.

Seguro que a cada participante activo en los dos oficios (yo iba de visita), el contexto y la escenografía del suyo le sirvieron. También a mí. Me divertí más en Harlem que en San Patricio. Allí había una celebración festiva de verdad (la mujer que dirigía el rito lloraba pero se reía al mismo tiempo, y un padre de familia salió a jalear a los presentes que aplaudían y daban saltos con las canciones) y mucho júbilo. Nada de rostros contorsionados y compungidos, ni golpes de pecho, ni rodillas en tierra. Tan solo una ceremonia sencilla y participativa, nada ampulosa y muy humilde. No pasaron el cesto. Para los donativos, había unos sobres a la entrada y una bandeja para dejarlos.

Si la forma de vivir la religiosidad marca impronta, seguro que la de los pentecostales es más abierta, espontánea, alegre, optimista y amplia. La de los católicos, un poco más triste, recogida, oscura, rectilínea y dependiente. Y quizá por eso, los afroamericanos de Harlem estaban el domingo en la calle, disfrutando de su fe en cada esquina, en cada piso, en cada iglesia, con desbordada alegría, en grupos grandes con decenas de niños, y los católicos blancos de la Quinta Avenida desfilaban el sábado cabizbajos acabado el rito, sin hacer corros, solitarios, sin niños, puede que camino de las tiendas de lujo de la calle a gastar lo que no dejaron en el cestillo de los donativos.

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1 comentario

  • By Libertario, 22 septiembre 2009 @ 7:50

    Menudo descubrimiento, un escritor costumbrista moderno de calidad entre esta mesnada de iconoclastas.

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