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El orgullo banalizado (cuando lo gay se trivializa)

Cuando en el año 2.000 más de 60.000 personas nos manifestamos por Madrid pidiendo igualdad de derechos civiles para gays y lesbianas (era la primera gran manifestación de eso que se ha llamado el Movimiento Homosexual, que entonces estaba dirigido por los colectivos que daban la cara y no por empresas de organización de eventos), no recuerdo que hubiera carrozas. Llevábamos pancartas, muchas, y el espacio para lo lúdico y lo festivo quedó para el final de la marcha, física y temporalmente hablando (los disfraces iban los últimos y la juerga fue en los garitos de Chueca ya de madrugada). Hoy, la celebración del Día del Orgullo Gay ya ni siquiera es el día 28 de junio, y la programación se hace teniendo en cuenta el número de carrozas patrocinadas que concurren, el de locales de moda que se suman y el de famosos de medio pelo que bailotean en los autobuses de dos pisos tirando confeti y haciendo sonar silbatos. La pasta y el mercado han podido más que la reivindicación y la exigencia, y se han hecho dueños y señores de un día que ya no es lo que era, ni probablemente lo que debiera.

Gracias a la fuerza de la razón y al empuje de un colectivo fuertemente comprometido, gays y lesbianas hemos alcanzado ya el más alto nivel de ciudadanía que se puede alcanzar, y que no es otro que el de cualquier otro español frente a la ley: somos plenamente iguales en deberes y en derechos. Ese era el hito en el horizonte de las primeras manifestaciones, y ese ha sido el logro del movimiento, que a partir de ahí debiera haber reenfocado su papel y encontrado nuevos campos para la demanda. Queda mucho por hacer, pero sobre todo defender lo conseguido y reforzar una imagen social de sensatez y responsabilidad que me temo se está escurriendo entre los dedos de la euforia y los excesos de la fiesta.

Por mor de una normalidad yo creo que mal entendida, el Día del Orgullo Gay se ha banalizado hasta convertirse en una suerte de circo. Ahora son las pancartas las que van las últimas, por detrás de carromatos cargados de cuerpos, bañadores, plumas, purpurinas, música a toda pastilla e irrealidad. Eso no es el mundo gay, no al menos en el que se mueve la inmensa mayoría de los homosexuales para los que la evasión de unas horas de espectáculo no puede compensar las dificultades cotidianas que aún hoy siguen siendo de lo más auténticas. Dicen que hacer caja a cuenta de los gays está chupado. Los que han echado las cuentas del Gay Pride (una zambra que no lleve nombre en inglés no es nada) se han aplicado el cuento, y llevan años montando un show que les reporta pingües beneficios. Y lo hacen sobre las espaldas de para quienes han trasformado una jornada de lucha en una feria de culto a lo más trivial y frívolo que tiene el universo gay.

Estar fuera del armario, afrontar socialmente la condición de homosexual, no es para nada sencillo, y en muchos contextos vivenciales (el vecinal, el laboral, el educativo) sigue siendo causa de señalamiento y de exclusión. Por eso, más allá de la igualdad alcanzada, y de los festejos de máscaras y contoneos, hace falta seguir trabajando por la tolerancia y la aceptación. Hay muchos gays que viven en los pueblos, muchos chavales homosexuales en los institutos, y muchos profesionales y trabajadores que siguen necesitando más voces y menos canciones para que se les respete como ciudadanos y como personas. Por desgracia, no estamos sólo para fiestas, ni podemos dejar que estas hagan parecer que todos somos solamente eso que parece que somos.

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