Hace años estaba de moda tener un gay en el grupo de amigos. Le daba aire cosmopolita y de distinción. Los grupos «con un marica» siempre han estado a la vanguardia de la modernidad y la progresía. También es frecuente que cuando alguien se ve necesitado de justificar su posición sobre la homosexualidad ante un homosexual apele a que conoce a algunos, que además «son magníficas personas». El adorno en un caso es la falta de coraje para reconocer reparos en el otro. Y las dos cosas, el rebozo con el que muchos esconden los traumas que gays y lesbianas les provocan.
Hace unos dias, dos chicos gays fueron expulsados de un local de Santander por mostrarse cariñosos. Sus caricias rompían ese equilibrio heterosexual de los golpes en el pecho, y perturbaban la verdadera conciencia de los camareros del tomacopas, que por el día es una cafetería para nobles ancianas del Santander de toda la vida. Cuando de fiesta dos hombretones de gimnasio se acercan demasiado entre sí, lo que dicen que hay es competencia animal. Si lo hacen dos chicos con una estética que les cuelga el sanbenito de gays, incluso aunque no lo sean, el corral se revuelve y lo más cómodo es ponerles en la calle.
La homofobia es un mal de la inteligencia. Entre la gente con formación y cultura, hasta la más conservadora, el respeto a la diferencia es un valor en sí mismo. La mofa de taberna y los chistes cuarteleros sobre homosexuales son muy propios de quienes se mueven por la fina frontera de la estupidez. Y desalojar de cualquier sitio público a dos personas del mismo sexo que se regalan afecto es directamente cruzar el límite para dejarse caer en el patético espacio que ocupa la más incontestable de las imbecilidades. La mediocridad intelectual tiene estos riesgos.
Cada vez que un tonto se mete con un gay o una lesbiana, los gays y las lesbianas ganamos en madurez, aunque duela, y la sociedad da un paso atrás en el dibujo de su convivencia. Y si además lo que hacen es echarlos de un garito porque su imagen confronta con el machismo de caverna, tan español y que vende tanto, lo que tenemos que hacer los demás es dejar de ir a ese sitio y recomendar que no se vaya. Yo ya lo he hecho.
José Bono es un tipo singular. A mí me parece un resabido que habla con ese lenguaje de cura castellano entre chistoso y polvoriento que evoca el olor a cuero rancio y a moho. No estoy muy seguro de que pueda tenérsele en el PSOE por un líder de opinión, por mucho que casi le ganara a ZP la secretaría general. Yo creo que cansa un poco con sus sentencias y su darse importancia, pero vamos, que si sigue por ahí arriba será por algo (a veces tener ocupado a alguien con alguna cosa menor es la mejor manera de quitárselo de encima para lo importante).
Ha dado tanto la murga con el asunto de la corbata del ministro Sebastian, que yo, que no soy nada partidario de don Miguel (esa foto con la camiseta de la selección española y la bombilla de bajo consumo es digna de un poster de taller de reparaciones), he terminado por sentirme solidario. Hasta había pensado enviarles a ambos unas corbatas de Unquera. A Bono para que se endulce un poco la vida, que de ir tan tieso y tan regalado de sí mismo un día le va a dar un bajón de azúcar. Y al ministro, pues para que se lo tome a guasa y en el próximo responso que le caiga del presidente del Congreso tenga con qué pasar mejor el trago (el orujo que lo ponga él).
Y a cuenta de la corbata, el plomo de Bono, con eso tan ñoño del decoro en el vestir, ha ido a caer sobre los periodistas, a algunos de los cuales ha expulsado del Parlamento por no ir suficientemente arreglados. El presidente persigue pantalones, faldas y camisetas por los pasillos, mientras deja que los grupos políticos sigan maltratando a la soberanía popular con su desidia y su falta de responsabilidad. A mí ni se me pasaría por la cabeza impedir a un periodista informar de lo que se hace en la casa de todos (que es un derecho constitucional para el que da la información y para el que la recibe). Pero hasta Bono puede tener claro que ocupando yo su puesto, a fecha de hoy no sería por no haberlo denunciado que 4 magistrados del Tribunal Constitucional, 12 del Tribunal de Cuentas, 6 miembros del Consejo de RTVE y el Defensor del Pueblo siguieran sin renovarse porque los principales partidos de la Cámara tienen el sentido de Estado tan corto como los pantalones vaqueros de algunos informadores.
La fijación de José Bono con los ropajes en el Congreso no ayuda a que la ciudadanía tenga otra percepción más positiva del Parlamento. Entre escaños vacios, debates aburridos y parlamentarios poco trabajadores, esto del decoro en el vestir (las monjas obligan en algunos sitios a llevar falda plisada a las chicas y corbata y pantalón que pica a los chicos) es una soberana tontería que si acaso provoca la risa de los que cada día que pasa nos creemos menos el sistema.
Con igual rapidez que han surgido mil maneras de opinar a través de infinitos canales digitales (blogs, foros, comentarios a noticias y tribunas, redes sociales…), se han desarrollado las capacidades y la osadía de los que las aprovechan para faltar sin tener que dar la cara. Anónimo es hoy un autor muy prolijo que habla de todo. Antes se tenía que tomar la molestia de escribir en un papel y enviarlo por correo, buscando direcciones y pagando sellos. Ahora es gratis y se hace sentado delante del ordenar tan ricamente mientras se trabaja, se ve la tele o se merienda. Nunca insultar a nadie fue tan sencillo como hacer clic un par de veces.
Yo llevo muy mal lo de los anónimos para injuriar. En algunos de los medios en los que colaboro los he recibido, y me afectan mucho al ánimo. No me opongo, no podría hacerlo, a que alguien contraste mis opiniones con las suyas. Me gusta controvertir, y soy muy respetuoso con quien quiera hacerlo. Discutir es un ejercicio intelectual motivador y muy enriquecedor, que está en la base misma de la democracia. Lo que rechazo de manera tajante es que se usen falsos sobrenombres para el agravio y el ultraje, que por desgracia es más costumbre que dejar un nombre completo que sustente lo dicho y lo escrito.
No hay más democracia si se abren múltiples canales sin control para la opinión y la contraopinión, ni la hay menos si se establecen reglas para exponer lo que se piensa. Si los que lo hacemos lo hacemos firmando con nuestro nombre y dos apellidos, y hasta lo acompañamos con una foto, ¿por qué hemos de consentir que nadie nos falte al respeto parapetado detrás de un seudónimo, confundiendo a sabiendas opinión con vilipendio? El miedo a que nos tachen de reaccionarios nos ha hecho pensar que hay que dejar abiertas muchas puertas. Pero no hay la costumbre de la prudencia, ni sobre todo educación.
Dar una opinión también es afrontar las consecuencias de darla. No hay valentía en hacerlo poniendo el morro por delante. Lo miserable es usar la oportunidad de rebatir para insultar, sin más argumentos que el exabrupto y la falacia. De todos modos, cada vez que reciba un anónimo de estos por comentario a mis escritos, me dará un bajón momentáneo de moral, pero no flaqueará mi espíritu para seguir opinando, que también faltaría.