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No hay mesura ni respeto

En Santander, se le está perdiendo el respeto a los vecinos. Bueno, en realidad, en Santander y en cualquier otra ciudad donde la desgraciada mixtura entre responsables políticos ávidos de cintas que cortar y empresas constructoras necesitadas de obras que facturar empuja a un frenesí de abrir calles en canal y levantar metros y metros cuadrados de losetas. Una desgracia que hace unos años se limitaba a los previos de las elecciones, pero que ahora la crisis ha convertido en cotidiano gracias a los planes para tamizar en gordo las cifras del paro y las cuentas de resultados de las empresas del cemento y el ladrillo.

Santander tiene el centro hecho un barrizal donde las calles son un puro socavón. Las infografías dicen que va a quedar todo muy bonito, con mucha piedra, algún árbol, y unas avenidas de ensueño para el paseo y el esparcimiento. Sin coches, que es la tendencia europea, ganando ciudad para los ciudadanos. Los arrabales de la zona fina también son puro pantano. En Castilla-Hermida, las obras no consiguen terminar. Y allí donde parece que lo han hecho, la chapuza del acabado amenaza la ruina de los vecinos con otros meses por delante de polvo, ruido y molestia sin fin. Mientras esto escribo (son las 12 y media de la noche), la contratista que tiene que asfaltar Marqués de la Hermida ha decidido que ganar su tiempo bien merece quebrar nuestro descanso, y tiene obreros picando con martillos neumáticos y máquinas escupiendo ruido y humo de gasoil. Total, qué más da una noche más o menos si pasado mañana el alcalde se puede hacer una foto y el dueño de la empresa emitir un cobro.

Los vecinos no tenemos costumbre de quejarnos lo suficientemente bien y en voz alta. No sé por qué, pero el final de las obras produce sedación anticipada, y nos creemos a pies juntillas mientras nos fastidian el descanso esa sandez de los políticos de turno de que trabajan para nosotros y agradecen nuestra paciencia. Nos comemos los atascos, los baches, las vallas, las cintas, los camiones, los desvíos, con resignación cristiana engañados por un fotomontaje en un periódico local o un cartel de tres por dos a color en una rueda de prensa. Y lo hemos hecho tantas veces, que al final los que mandan se nos han subido a la chepa, y nos han perdido el respeto, largándonos con unas palmadas, dos carteles de perdón y una sonrisa de dentífrico el día de la inauguración.

Parece difícil que las mejoras no conlleven siempre alguna molestia, y algún sacrificio. Será cierto, sí. Pero no lo es menos que hace falta mesura. No hay mesura en llevar dos años sin ser capaces de acabar la obra de aceras y basuras en Castilla-Hermida. No hay mesura en estar picando la calle a las doce y media de la noche. No hay mesura en tener medio centro cortado acabando aceras. No hay mesura en poner andamios y asfaltar calles al mismo tiempo. No hay mesura en prometer terminar en dos semanas y no hacerlo en seis.

Quizá el problema no sea de los que en esta España nuestra de pandereta, guitarra, jamón y hoguera, planifican hacer ciudades como quien dibuja rascacielos en servilletas o se hace unos castillos de arena en la playa. Quizá el problema no sea de los políticos que nos han comido la capacidad de decir basta con la recurrente llamada tramposa a la solidaridad, que por cierto siempre cae del mismo lado. Quizá el problema sea de los vecinos, que nos dejamos dar por el saco a cambio de unas letras de pago a largo plazo que para más jodienda pagamos también nosotros cuando cumple el vencimiento.

La ciudad en bicicleta

Una de las cosas más chulas que he hecho en mis viajes fuera de España ha sido montar en bicicleta por París. Una noche hicimos un recorrido circular desde el ayuntamiento, pasando por la Plaza de la Concordia, Los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, Trocadero, la Torre Eiffel, el Puente del Alma, y la rivera del Sena dejando a la izquierda Las Tullerías y el Louvre. Disfruté como un enano, y pudimos ver la ciudad desde otra perspectiva. Estos días he estado haciendo lo mismo por Santander, con una de las bicis que pone en préstamo el ayuntamiento. Nunca había salido por la ciudad así, y también me he divertido un montón. Como soy de natural desconfiado y tremendista, y suelo tener mal concepto de cómo acoge la gente lo moderno, pensé que alguien en bicicleta por la carretera y por las aceras iba a provocar rechazo, pero me he equivocado por completo. Con las excepciones que caben en un par de exabruptos, los coches se han comportado y los caminantes nos han comprendido. Ha sido fácil y entretenido, así que ya hemos solicitado la tarjeta anual para repetirlo durante todo el año.

Lo de poner bicis por la ciudad ha sido una buena idea, así que a quien se le haya ocurrido, gracias y enhorabuena. Ya tengo dicho que me parece que a Santander le faltan ofertas de ocio, y que ojalá esto de la candidatura a Capital Europea de la Cultura sirva para paliar este vacío. Hacer posible pasear en bicicleta desde luego que no llena el hueco, pero al menos lo hace un rato menos hueco. Lo que no tengo tan claro es que sirva para ver en su uso un medio de transporte alternativo al coche particular. Sobran cuestas y falta costumbre. Creo que racionalizar el servicio de autobuses municipales, con una más sensata red de líneas y frecuencias, quizá sí que sirviera mejor a ese objetivo. Y habilitar aparcamientos disuasorios, y avanzar en los acuerdos para la intermodalidad con otros sistemas (autobuses regionales y ferrocarril), y extender la peatonalización por el centro, y educar a los vecinos para que admitan su empleo y lo empleen.

Y al hilo de lo de la educación para que la gente use las bicicletas, he leído que un grupo de la oposición municipal ha pedido que se elabore un reglamento. Lo de los reglamentos y las ordenanzas se hace siempre para delimitar, que viene a ser algo así como imponer, limitar y constreñir (dicho con todo mi cariño para el concejal que ha hecho la petición, que parece que con ella está buscando más ponerle algún pero a una buena iniciativa que reforzar los beneficios para los usuarios, que no lo encontrarán en el texto de una ordenanza, que no sé por qué siempre suenan conminativas y como el anticipo de un castigo). Las bicicletas municipales llevan una reseña en el manillar que pide al usuario que respete el reglamento de circulación, la ordenanza municipal de circulación y además tenga precaución. Vamos, lo que vienen a ser las normas que ya marcan por dónde y cómo ir sobre ruedas. Bien es cierto que quizá sea necesario hacer algo para mejorar comportamientos, de los andantes y de los bicicledantes, pero con informar y educar vale. Porque puestos a pedir, se podría hacer pasar un examen para obtener la tarjeta anual a los que quieran usar las bicis, y otro a los viandantes para saber cómo ir por las aceras que deben compartir con los ciclistas.

Las ciudades que llevan tiempo prestando bicis a sus vecinos están entre las que tenemos por las más modernas y cosmopolitas. Y aunque puede que en alguna de ellas haya reglamentos para acotar qué es montar en bici y qué hacer el cabra con una bici, también es verdad que son gentes muy civilizadas que han sabido educarse y ser educadas en el respeto. No digo yo que en Santander no seamos capaces de llegar a esos niveles de cordura y responsabilidad, que lo somos, pero lo que no creo que necesitemos es ni reglamentos ni reglamentaristas (que son los que piden y hacen reglamentos) sino más cultura y más entretenimientos (y quien lo pida).

El perritero

Hace unas semanas, se instaló en el entorno de las Estaciones de Santander un perritero, un vendedor de perritos calientes, al más puro estilo neoyorquino. Bien es verdad que la comparación aguanta lo justo y en el concepto, porque ni la zona es Central Park o Times Square, ni los que hacen cola para el perrito son ejecutivos de Walk Street o policías secretos de servicio, como en las series. Seguramente la necesidad que ha llevado al dueño del puesto a montarlo sí que sea la misma: sobrevivir y alimentar a los suyos.

El perritero es extranjero, hispanoamericano. Tal vez eso ya sea por si solo un alegato a favor de la idea de montar un carro para vender perritos. No por el hecho de no ser español, sino porque la necesidad, cuando se tiene fuera de casa, siempre es la madre de todas las iniciativas que le ponen a uno a salvo del fondo del pozo. No conozco la intrahistoria del perritero, pero en el contexto económico actual no andará muy lejos de la de muchos de sus compatriotas universales: crisis, paro, dificultad para pagar alquileres o hipotecas, colegios, esa fea costumbre de tener que comer todos los días… Pero también a diferencia de la mayoría de todos ellos, este hombre ha tenido una ocurrencia para evitarse el agua al cuello y está dándole carrete cada día para salir adelante.

Siempre he sentido una sana envidia por la gente emprendedora, esa que tiene un golpe de imaginación y luego la valentía suficiente para hacerla realidad y tratar de convertirla en dinero. Gente con ideas, incluso malas ideas, hay montones por estos mundos de Dios, pero con iniciativa realmente hay poca. El perritero de las Estaciones es una de ellas, y ya sólo por eso se merece una oportunidad para el éxito.

Estoy seguro de que le saltarán encima las envidias de los que también andan con necesidad pero se conformar con esperar que alguna mañana alguien les deje un saco de garbanzos en la puerta de casa, como por arte de magia. Que si es extranjero y está quitando trabajo a los españoles, que si hace mal efecto un puesto de estos en la calle, que si por vender perritos le quita clientela al del bar de la esquina. La verdad es que el perritero no debiera preocuparse. Las colas de la gente que espera para comprarle un perrito, y el hecho de que hablen de él, son su mejor aval para hacer fortuna con su puesto. Ojalá le dejen poner más por toda la ciudad, y los vagos que ni tienen ideas ni se esfuerzan por tenerlas sean todo un coro de rechinar de dientes tan grande como su arrojo montando un negocio, incluso sencillo, con la que está cayendo. El perritero, por todo eso, es mi estrella del momento.

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